Al hilo de la Constitución Europea
Los miembros de la Unión Europea ampliada han aceptado en la cumbre de Salónica que el borrador de Constitución elaborado por la Convención sirva de base para que la conferencia intergubernamental elabore a partir de octubre la redacción definitiva. Que 28 países con lenguas y culturas jurídicas tan dispares hayan producido este resultado es en sí mismo un hecho histórico, aunque el texto de esta Constitución sea francamente mejorable: 350 farragosas páginas resultan un exceso para que lo lean todos los ciudadanos que sean llamados a pronunciarse en referéndum. No es que haya que tirarlo a la papelera, como propone The Economist, pero el resultado no ha sido precisamente un hito de la literatura jurídica.
De la Convención ha salido un texto consensuado, que ningún país suscribe plenamente, pero que la conferencia intergubernamental no podrá tocar demasiado, so pena de que se derrumbe el edificio laboriosamente construido bajo la dirección de Valéry Giscard d'Estaing. Y, sin embargo, merecería un mayor esfuerzo de claridad, y legibilidad.
De todas las críticas posibles -que son tantas como las razones para alabar el texto- hay una que importa casi más que las otras: el tratado constitucional carece de un hilo conductor, una idea de futuro que sirva para entusiasmar a los ciudadanos con esta empresa colectiva sin precedentes. El Tratado de Roma fue un paso decisivo para el mercado común; el Acta Única llevó al mercado único; y el Tratado de Maastricht diseñó la moneda única que ahora llevamos en nuestros monederos. La Constitución debería, al menos, clarificar el esquema institucional para una Unión que a partir de los seis países fundadores crecerá pronto hasta 28. Es de temer que se haya complicado sobremanera.
Las miradas, y parte de las luchas, se han centrado en el preámbulo, presentado por Giscard casi sin discusión. Probablemente vaya a ser la parte más leída, y la que tiene que dar sentido al conjunto. Está demasiado volcado hacia el pasado. Y la batalla absurda por la mención de la "herencia cristiana" revela la falta de ambición de los actuales líderes europeos. Que Aznar lidere esta lucha, en consonancia con su intento de imponer la religión como enseñanza obligatoria en la escuela, o siguiendo los deseos de los obispos de la Comunidad Europea que quieren una referencia a Dios en el preámbulo como "garantía para la libertad de los ciudadanos", raya en el fundamentalismo.
Parecía que estas querellas se habían quedado en el pasado y es lamentable que vuelvan en una Unión en la que conviven cristianos, agnósticos, judíos y unos 17 millones de musulmanes, a los que sumará Turquía en un futuro próximo la mayoría de sus 80 millones de habitantes. Este debate aviva el rescoldo de la diferencia sin que suponga una aportación clara al núcleo constituyente.
Más de 50 años después del inicio de la construcción europea, única en el mundo y en la historia, ya no se trata de superar las guerras que han asolado este continente. Hay que proyectar hacia dentro y hacia afuera nuestros valores de libertad y democracia, paz y justicia social. Y lograr una presencia en el mundo no como contrapeso a Estados Unidos, sino para recuperar colectivamente el control político y democrático sobre nuestro propio entorno, que se ha perdido en favor de una globalización despiadada.
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