Sospecha radical
En la última novela del poeta y crítico literario catalán David Castillo, Sin mirar atrás, Dani Cajal regresa de El cielo del infierno, su anterior obra, para contarnos, desde la perspectiva de su mirada nihilista, el último segmento de su experiencia vital. Desde su presente y como lo haría un personaje de Balzac, Cajal enfila su mirada sobre una Barcelona que nunca dejará de ser para él la expresión más acabada de la deserción de la izquierda y otras componendas burguesas. Desde esa atalaya, desde la punta más visible del barrio de El Carmelo, Cajal rememora una parte sustancial de sus últimos veintitantos años. La historia de esta novela arranca a raíz de la muerte en la cárcel de un antiguo camarada del narrador. Tal muerte le parece a nuestro protagonista, que es escritor y se gana la vida como periodista, poco clara. De esta manera comienza una pesquisa que irá trasladando a Cajal hacia zonas del pasado llenas de renuncias morales y entramados delictivos.
SIN MIRAR ATRÁS
David Castillo
Traducción de Luis Santana
Anagrama. Barcelona, 2003
251 páginas. 13 euros
David Castillo dibuja a su
protagonista con la materia de la sospecha radical. Su perfil psicológico, alternado con remordimientos de ciudadano de una Europa rica, se nutre de vivencias nostálgicas, aunque a veces abjure de ellas, y se nutre, sobre todo, de la necesidad de reeditar la épica anarquista pasada. Son islotes de pureza y transparencia, el recuerdo de su mujer muerta y la convivencia con una hija extraordinariamente madura, un oportuno rasgo irónico que Castillo parece introducir para hacer más visible la inmadurez del protagonista. En Sin mirar atrás, David Castillo despliega a un prototipo de nuestra época, un personaje equipado con el situacionismo de Guy Debord, citas de los griegos y una candorosa confusión ideológica. Esta confusión es llamativa cuando Cajal gasta lirismo y melancolía por una Barcelona franquista y no ahorra vehementes vituperios a la Barcelona de alcaldes de izquierda. Que Dani Cajal no vote ni vea la televisión no son los rasgos más sobresalientes de su algo pueril manera de oponerse al sistema.
Castillo ha trabado muy correctamente el tejido dramático de su historia, pero la mezquina impresión que irradia este personaje hace difícil que uno se imagine tomando con él un café, un mérito de la ficción que cabe atribuir enteramente a su autor. Cómo se va uno a juntar con un tipo que cuando ve un viejo turista alemán en Barcelona, lo primero que sospecha de él es que es un pecaminoso votante de los verdes en su país. Y ya se sabe, menuda alergia siente Cajal por los que votan.
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