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In illo tempore

En aquel tiempo -dirán los manuales de historia, caso de que aún existan- hubo en Europa unas naciones en que tras dos siglos de lucha había cristalizado un sistema económico llamado capitalismo y una organización política y social que ellos denominaban democracia. La economía, que entonces venía a significar la vida entera, giraba en torno al libre mercado, un sistema rudimentario de producción y distribución que ellos creían el colmo de la racionalidad, tal vez porque los ensayos alternativos se habían mostrado todavía más ineficaces. Con todo, sorprenden los logros sociales alcanzados por aquel rincón del planeta. Más del 90% de la población conseguía superar la edad de 80 años y llegar a los 90 dejó de ser noticia. Tan corta existencia nos parece ahora ridícula, pero así se lo parecía ya a muchos espíritus descontentos de la época. Lo cierto es, sin embargo, que si a principios del siglo XX la vida media oscilaba entre los 35 y los 45 años, empezado el siglo XXI, se había más que doblado. Habían terminado con el hambre (focos residuales aparte) y habían conseguido blindarse contra muchas enfermedades antes exterminadoras, pero aún coleaba el reinado de los gérmenes patógenos y de las rebeliones genéticas o celulares. Balbuceaba la medicina genética.

Aquellas gentes disponían de pensiones estatales al término de su vida laboral. Públicos eran también la sanidad, la educación y una aceptable gama de servicios asistenciales. Con algo de suerte se podía acceder a un geriátrico público, si bien contando con la deserción voluntaria de muchos ancianos; pues estos solían preferir la espera final en la soledad de sus domicilios. Adhesiones así hoy nos resultan risueñas, lo que parece corroborar la teoría del cambio de la naturaleza humana y no sólo de la condición, como aducen nuestros neomarxianos. Se extendieron también las guarderías públicas, junto con las mixtas y las privadas. Una de esas pequeñas innovaciones que a menudo resultan de mayor trascendencia que las grandes, como bien sabemos en la actualidad. Las guarderías hicieron más por la mujer que otros pasos aparentemente de mayor calado, pues le facilitaron decisivamente la incorporación al mercado laboral, un paso de gigante para su inserción en la sociedad y un aporte económico necesario para la crianza de los hijos. Aún perduraba el antiquísimo sistema del núcleo familiar, aunque el clan ya era una anomalía cronológica.

Aún estaban vivas, si bien muy debilitadas, costumbres y creencias de cuyo estudio es fácil deducir cuán inadecuados y frágiles eran los órganos de aquellos seres humanos. Se discutía, y a muchos angustiaba, la existencia de un más allá y el misterio, -que para ellos lo era-, del paso de la nada al algo. Pobrecillos. Se hacían un lío delirante con nociones como el espacio y el tiempo, la esencia y la existencia, el sentido o sinsentido de las cosas, en primer lugar, de sus propias vidas. Poseían un cerebro tan frágil y tan extrañamente complejo, que sólo podía funcionar menos que a medias y con tales fallos de percepción y tales diferencias individuales que allí no se aclaraba nadie. Resulta sorprendente que a pesar de todo la ciencia y su producto derivado, la tecnología, avanzaran, si bien bordeando siempre el abismo. Hoy podemos decir que somos producto de la mayor chamba de todo el cosmos, pues de aquellos asombrosamente confusos ancestros venimos. Fue una concatenación de milagros, que es como llamaban a las ocurrencias altamente improbables. La mayor de ellas, la preservación del planeta, que en las primeras décadas del siglo XXI estuvo muy cerca del punto de no retorno. Las democracias, que además de en Europa se habían enraizado en América del Norte y en las hoy desérticas islas niponas, vivían como si los recursos naturales fueran todos renovables; o sea, como si su época fuese la nuestra. Alumbraba una nueva economía basada en la información, las telecomunicaciones, la genética. Finalmente se impuso, (para suerte nuestra), pero fueron décadas angustiosas en las que siguió prevaleciendo una industria tradicional altamente contaminante y transgresora. En las mismas democracias, degeneró la calidad del aire y del agua, y algunos suelos conocieron la amenaza de la desertificación. En el resto del planeta, bajo el control económico de los países democráticos, se hizo el caos: explotación indiscriminada de recursos naturales, talas de bosques, demografía rampante, propiciaron la aparición de pandemias como la malaria y el sida. Durante muchos años, las democracias ricas hicieron caso omiso, hasta que a pesar de las muertes, una gran marea humana amenazó sus propias fronteras. La situación se hizo insostenible, pues la nueva economía, por virtual que fuera, necesitaba de agua y aire limpios y de cantidad de materias primas que no se podrían renovar si antes se agotaban los existentes. Es el caso del petróleo, principal fuente de energía y con otras múltiples y muy importantes aplicaciones. Las reservas llegaron a ser tan bajas que sólo garantizaban el consumo durante dos o tres décadas.

El poder político, que había cedido demasiado ante el empuje del económico, se vio obligado a reaccionar y lo hizo de la única manera que ofrecía una posibilidad de éxito: la planificación. Este proceso llevaba implícita la incorporación paulatina de científicos y tecnólogos a las tareas de gobierno. Los ejércitos no pusieron demasiadas objeciones, tanto más cuanto que sus altos mandos no habían visto alterada su situación de asalariados. Además, los gobiernos, conscientes de las aplicaciones pacíficas de las innovaciones tecnológicas bélicas, les ofrecieron una participación muy activa en la nueva economía. La estrategia dio fruto gracias a la favorable conjunción de factores sobre los que incidiremos con detalle en este libro. A la amenaza medioambiental sumaremos otras, en parte derivadas, como la inflación mesiánica del sentimiento religioso en buena parte de las naciones desposeídas, entre ellas, algunas que albergaban las mayores reservas de petróleo. El descontento creciente en las propias democracias, nutrido por los efectos colaterales de una economía edificada sobre la deidificación del mercado, también fue un factor importante, si no decisivo, en la deriva hacia una sociedad autoritaria con sostén y espíritu científico-tecnológico. Fue el siglo I de nuestra era. Seguiremos evolucionando, pero ya nunca nuestro destino dependerá de la casualidad...

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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