Autores en busca de escena
Hay ocasiones en la historia, como en la vida, en que faltan las personas que se necesitan, y otras en que faltan las condiciones aunque los actores estén bien dispuestos. Pirandello suministró una gran metáfora a la hora de entender que en la realidad casi siempre falta algo, que la vida, la sociedad, no es un gran montaje precedido de ensayos en los que se va comprobando que todo está en su sitio, nadie incumple su función y las responsabilidades están garantizadas. Muchas veces la convocatoria está cursada, los actores se han movilizado, pero no aparece por ninguna parte el que debería haber construido la escena, la inteligencia que aprovecha la oportunidad, la instancia que pone en marcha las nuevas reglas del juego.
Lo que está sucediendo actualmente en el mundo a propósito de la guerra y la paz, la intervención humanitaria y los derechos humanos, parece una concertación de actores a la búsqueda de un escenario que está por preparar. Hay gente que se moviliza en espacios no gubernamentales, otros se manifiestan y muchos de ellos no se sienten bien representados (otra metáfora teatral). Los mismos acontecimientos producen compromiso y desafección, según los casos, pero en ningún caso quedan sin respuesta. Se extiende la impresión de que algo importante está pasando, algo que no puede representarse sobre los viejos escenarios, a los que ya no se sube nadie, mientras que el nuevo tramoyista no acaba de llegar. Por ejemplo, el escenario de una verdadera comunidad internacional. Lo del respeto a la legalidad era un argumento débil, aunque verdadero, de los contrarios a la guerra. ¿Que se ha vulnerado la legalidad internacional? Eso suena a escenario consolidado. La actual comunidad internacional y sus normas deben ser defendidas, por supuesto, pero sin que les otorguemos la consideración que no merecen unas reglas del juego que no están construidas con precisión ni son aceptadas e interpretadas claramente por todos, o sea, que no tienen todavía la solidez que cabe esperar de un escenario.
El gran debate acerca de la mundialización tiene su origen en la impresión de opacidad extrema de las decisiones y en la ausencia de contrapoderes organizados que equilibren y proporcionen cauces para influir en la marcha del mundo. Los actores privados, más o menos difusos y desorganizados, asumen ahora el trabajo de contrapeso que antes llevaban a cabo los equilibrios militares. Las actuales discusiones, movilizaciones, compromisos y presiones ponen de manifiesto que los problemas internacionales han dejado de ser propiamente asuntos exteriores, han perdido su excepcionalidad, convirtiéndose en problemas de todos. Tras abandonar el monopolio de los Estados, las cuestiones internacionales entran en el espacio público, en el mundo común, convirtiéndose en objeto de información y de debate, de vigilancia política. Aparece así un nuevo civismo internacional que aspira a humanizar la globalización, aunque todavía no disponga de los instrumentos para hacerse valer.
Da la impresión de que vivimos en un momento de ruptura. Los cambios que se perfilan van más allá del clásico movimiento de opinión. Los actores que se movilizan constituyen una referencia metasoberana y universalista. El espacio público internacional es ya algo más que una recopilación de sondeos; ha configurado instancias que se expresan e interpelan, y, sobre todo, se está constituyendo un nuevo sujeto, la humanidad global, que es la evaluadora última de las prácticas políticas. Aunque seguramente no estamos en el final de la historia, sí que asistimos al final de varias historias: la de los poderes militares rivales, la de la competencia internacional de las ideologías, la de la bipolaridad clásica, pero también la de un mundo que podía resumirse en la yuxtaposición de Estados nacionales territoriales que compiten entre sí.
El siglo XX no ha terminado con los Estados, pero sí que ha acabado con el monopolio del que disfrutaban en su calidad de actores internacionales. Dicha desestatalización tiene mucho que ver con el hecho de que se está creando un espacio público de libre discusión y de compromiso en el seno del cual todos somos testigos de genocidios, vulneraciones de la legalidad, opresiones de todo tipo, desigualdades...
La mundialización es también un espacio de atención pública que reduce sensiblemente las distancias entre testigos y actores, entre responsables y espectadores, entre uno mismo y los demás. Los nuevos actores, en la medida en que vigilan y denuncian, desestabilizan cada vez más la capacidad del poder para imponerse de forma coercitiva. Ningún Estado es propietario de su imagen. La humanidad observadora participa directamente en el debate que funda el espacio público mundial y actúa en nombre de una legitimidad universal, de modo que ningún Estado puede hacer abstracción de esa mirada posada sobré él. La nueva responsabilidad internacional de los Estados obedece a que la humanidad se impone cada vez más como una referencia de la acción internacional.
Al mismo tiempo, los nuevos conflictos se inscriben en el contexto de una anomia en el espacio mundial -de una falta de escena, podríamos decir siguiendo con la metáfora-, de un desequilibrio agravado entre las necesidades sociales y la capacidad del sistema internacional de satisfacerlas, en un momento en el que los Estados no pueden hacerse cargo plenamente de ellas. La violencia política estatal, de tipo weberiano, ha sido en buena medida sustituida por una violencia que se mediría mejor con las categorías de Durkheim, más social, más íntimamente ligada a fracasos de la integración, a la descomposición de los Estados y a la ruptura de los contratos sociales.
Por todo ello resulta necesario que esa escena incipiente esté configurada de acuerdo con una nueva concepción de la seguridad y una estrategia de mayor alcance en la resolución de conflictos. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (1994) recordaba que la seguridad de cada uno no es disociable de la de todos y que la paz civil está hecha de seguridad económica, alimentaria, política, educativa y sanitaria. Podría hablarse a este respecto de un humanismo preventivo, cultivado en los tiempos largos de la prevención y diferenciado del registro militar, una acción más estructural que busque la promoción de los bienes comunes de la humanidad.
Tal vez la idea de interdependencia, como valor sustitutivo o corrector de la soberanía, conduzca a descubrir la humanidad entera detrás de los pueblos y a convencer de que ciertas prácticas facilitan
más que otras el desarrollo de los bienes comunes. Dotándose de un tejido social común, los Estados moderan su posición soberanista en beneficio de nuevas utilidades. A pesar de todo lo que estamos viendo, este tejido de compromisos y responsabilidades constituye una cesión de poder de la cual nadie está seguro de poder escapar siempre y completamente. El precio de la convergencia disminuye y el de la conducta solitaria tiende a encarecerse. Parece evidente un cambio de contexto: las dictaduras daban, en otras épocas, "grandes beneficios", incluso a las democracias de otros países. Pero desde hace tiempo la dictadura ha perdido su utilidad geopolítica. Al mismo tiempo, cada vez resulta más difícil que la persecución del propio interés no implique beneficios también para otros. Una política de democratización es, inevitablemente, una política de convergencia. Por eso el multilateralismo, a pesar de las relaciones de poder y las crispaciones ideológicas, ha de convertirse en uno de los principios centrales de la nueva escena mundial. Se trataría de dificultar la unilateralidad haciéndola costosa, disuadir a los actores del recurso a la fuerza, situar la exigencia de integración más allá de las ventajas unilaterales, mostrar que éstas son más precarias, arriesgadas y contraproducentes si no se inscriben en el marco de un proceso de integración.
La inevitable reconstrucción del espacio mundial apunta hacia la humanidad como nueva referencia. A pesar de que algunos Estados se desentiendan de ella o se creen ventajas unilaterales, la referencia no desaparece. Se abre paso confusamente la convicción de que a una sociedad mundial le corresponde un escenario de mayor integración. No sería realista concluir que estamos a las puertas de una democratización de la vida internacional; ese escenario todavía no está instalado y aún se actúa sobre las tablas del unilateralismo, la fuerza y la arbitrariedad. Pero al menos cabe asegurar que la humanidad ha entrado en el listado de protagonistas del juego internacional y que ahora se trata de trabajar para dotarle de una escena apropiada.
Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
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