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Tribuna:DEBATE | El euro fuerte de una Europa débil
Tribuna
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Razones, implicaciones y tópicos

Emilio Ontiveros

La reciente e intensa apreciación del euro no es el resultado de una conspiración estadounidense. Aunque entre sus posibles consecuencias no sean poco importantes las políticas, algunas de ellas destacadas hace unos días por Moisés Naim en estas páginas, las causas fundamentales, siento decepcionar a algunos, son más fáciles de observar. La principal razón no es otra que la insuficiencia de ahorro en EE UU: la creciente necesidad de la economía americana de financiación exterior en un momento en el que los activos denominados en dólares son menos atractivos.

Durante los excepcionales finales de los noventa, el galopante endeudamiento de las familias y empresas estadounidenses encontró su compensación en un superávit público creciente. Ese excepcional legado de la Administración demócrata ha sido literalmente dilapidado por los republicanos, situando el déficit publico en el presente ejercicio fiscal en el entorno del 4% del PIB. Las reducciones impositivas adicionales, más los gastos inducidos por el fortalecimiento de la seguridad interna y los derivados de esa nueva voluntad imperial no permiten fechar una inflexión en ese aumento del endeudamiento público. El reflejo de esas necesidades de ahorro del resto del mundo es un déficit por cuenta corriente en su balanza de pagos que ya excede del 5% del PIB, equivalente a unos flujos netos de capital provenientes del resto del mundo superiores a 500.000 millones de dólares.

La principal razón no es otra que la insuficiencia de ahorro en EE UU

¿Es fácil que los inversores extranjeros sigan mostrando la misma disposición a financiar ese desequilibrio que en los últimos años? Depende del rendimiento que ofrezcan los activos denominados en dólares: del precio y de la rentabilidad esperada de los mismos. Por el momento, ni los bonos, ni las acciones u otras formas de propiedad empresarial, ni los activos inmobiliarios prometen hoy lo que prometían en esos finales noventa, durante los que el euro se depreció de forma significativa hasta llegar a alcanzar ese mínimo de poco más de 82 centavos de dólar. Hoy, la rentabilidad efectiva de lo que se puede comprar en dólares no resiste la comparación frente a los equivalentes activos europeos. Por eso se demandan menos dólares y el precio en euros de esa moneda cae. Esa mayor preferencia por el euro no sólo la definen los inversores europeos y asiáticos, sino también los propios estadounidenses. La persistencia de esa depreciación, conviene insistir en ello, no es tanto la consecuencia de un cambio radical de política por parte del Tesoro estadounidense, sino de la falta de confianza de todo el mundo en la capacidad de reducción significativa a corto plazo de los desequilibrios financieros de EE UU. Que por el momento ese abaratamiento del dólar favorezca el alejamiento de las amenazas recesivas en aquella economía y las aproxime a la eurozona, no significa que responda a un plan concreto de aquella Administración, con independencia de esa retórica más complaciente con que sus responsables contemplan la evolución reciente del tipo de cambio.

La excesiva volatilidad cambiaria es mala para todos. La dificultad para anticipar el comportamiento de una variable tan relevante como el precio existente entre las dos principales monedas no facilita el crecimiento del comercio ni la movilidad internacional de los capitales. Pero es verdad que, más allá de esos perjuicios genéricos, los más inmediatos los soportan las principales economías de la eurozona a través de la pérdida de competitividad de las exportaciones fuera del área y del endurecimiento de las condiciones monetarias vigentes en la región. Ambos efectos compensan ampliamente las implicaciones favorables de ese abaratamiento del dólar, sobre las importaciones, en particular las energéticas, o sobre el servicio de la deuda denominada en la moneda estadounidense; especialmente en un contexto como el actual, de manifiesta desaceleración de la eurozona y de ausencia de tensiones inflacionistas en la misma. Un contexto que también resta significación a eventuales contrastes con otras fases depreciadoras del dólar frente a las monedas europeas.

Cuando el FMI advertía hace un par de semanas de los serios riesgos de deflación en Alemania no conocía la contracción adicional en el ritmo de crecimiento de esa economía en el primer trimestre de este año, ni esa última tasa de inflación del 0,7%, ni mucho menos ese registro superior a los 1,19 dólares por euro de esta semana. Tampoco tuvo noticia del impacto adverso en los beneficios de las empresas europeas más abiertas fuera de la eurozona, como las del sector del automóvil, las químicas o las farmacéuticas. Menos podría imaginar que, contrariamente a sus sugerencias, el BCE dejaría pasar la ocasión de reducción de tipos de interés del mes pasado. Que el responsable de la definición de la política monetaria de la eurozona corrija el próximo miércoles parcialmente su omisión, no significa que el euro vaya a detener su carrera alcista de forma inmediata o que vayan a desaparecer esas perturbaciones globales. Se conseguirá únicamente suavizar unas condiciones monetarias que hoy dificultan seriamente la recuperación de la principal economía europea.

Del inventario de tópicos cambiarios, además de la difusa "política del dólar", de las conspiraciones de Wall Street o las contraofensivas del Pentágono para evitar que el precio del barril de petróleo se denomine en euros, forma parte también la escasa eficacia de las intervenciones de los bancos centrales en los mercados de divisas. Escasa, efectivamente, cuando son aisladas, pero mucho menos cuando, tras convenir en la naturaleza de los desajustes de los tipos de cambio y en sus perjuicios globales, los grandes comunican a los mercados su diagnóstico común y deciden coordinar algunas de sus actuaciones. Con esa intención nacieron esas "formaciones G" en 1985, de las que el "G-8" es la última manifestación y también la más distanciada de sus propósitos originales . Este mismo domingo vamos a tener ocasión de verificar si sus encuentros merecen el mismo respeto que el resto de los tópicos o, por el contrario, hacen buenas las esperanzas de revitalización del hoy maltrecho multilateralismo.

Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa de la UAM.

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