Europa, necesitada y necesaria
Supongo que uno de los mayores dramas de la vida humana, tanto en su escala individual como en la colectiva, es que el propósito de enmienda sólo se produzca a partir de desastres y no como resultado de la serena reflexión racional acerca de lo realmente conveniente para el propio interés bien entendido. En una de las primeras (y mejores) novelas iniciáticas de Julio Verne, Viaje al centro de la tierra, el joven protagonista escucha de su mentor que va a recibir "lecciones de abismo". Pues bien, parecen ser las lecciones del abismo las únicas capaces de regenerar nuestras conductas personales y también las más eficaces para que las naciones cambien su rumbo errático o depredador y busquen soluciones comunes a los problemas que las afectan. Sin duda, entre las más recientes lecciones abismales que hemos recibido (y a cuyas consecuencias aún asistimos), la guerra punitiva contra Irak resulta especialmente notable. Esa masiva agresión contra una dictadura que hasta hace poco encontró tantas complacencias en nuestras democracias, e incluso entre los países que la han atacado, ha demostrado fehacientemente la impotencia de la dudosa legalidad internacional y desbroza el camino, por desgracia cada vez más expedito, hacia un orden planetario fundado sólo en la voluntad hegemónica de la mayor potencia militar y no en acuerdos asumidos por el concierto de los países dotados de estados de derecho. Las frágiles instituciones internacionales fraguadas el pasado siglo parecen abolidas o al menos remitidas a un museo de buenas intenciones políticas que ya han perdido su curso legal en el áspero y sobresaltado escenario que ahora afronta el mundo. Ante este regreso a la nada, ante esta lección de abismo, los países europeos que aspiran a verse efectivamente unidos (y hoy menos que nunca lo están) deben sin duda considerar la posibilidad de un cambio de rumbo histórico.
Desde luego, ninguno de los grandes Estados europeos puede pretender amonestar creíblemente a Estados Unidos y hacerle reproches sobre sus pretensiones imperiales. Nuestra belicosa tradición colonialista nos convierte en censores poco apropiados de ambiciones que hasta hace poco hemos compartido y que incluso puede decirse que hemos inventado. Pero dos trágicas guerras mundiales comenzadas en nuestro continente han convencido a la mayoría de los europeos de que es necesario buscar fórmulas internacionalmente reguladas de prevenir, evitar y, en último extremo, resolver los enfrentamientos entre intereses contrapuestos a una escala que supera los límites de las naciones-Estado. Se trata de la administración planetaria de recursos materiales como la energía petrolífera o el agua, pero también de proteger valores sociales como la educación, las libertades democráticas y los derechos humanos. Sin duda, la seguridad es un principio importante, pero hoy resulta evidente que el mundo se hace más seguro cuando lucha no sólo contra el terrorismo, sino también contra la miseria, la desigualdad y la injusticia tanto política como económica. Más de seis mil millones de seres humanos no pueden seguir viviendo en tribus hostiles regidas por divinidades intransigentes, sin lazos de derecho y sin brindar ningún tipo real de apoyo a los más débiles a escala planetaria. Lo importante no es sólo tener razón y defenderla o imponerla por las armas, sino emplear la fuerza que da el desarrollo social para establecer los principios de una razón común de la que todos los humanos puedan sentirse cómplices y beneficiarios. Nacida y tantas veces pervertida en Europa, la idea de progreso debería no sólo referirse a una superficial "modernización" que combate los obstáculos para el despliegue capitalista, sino al ahínco en propagar derechos y deberes que respeten la humanidad como creación plural. En el bien entendido de que "civilizar" es algo más que "modernizar" los mercados o la tecnología.
Para este proyecto civilizador, Europa no resulta suficiente, pero ha de ser imprescindible. Por supuesto, siempre que se trate de una Europa unida no sólo en torno a los ideales cosmopolitas formulados por la Ilustración, sino también en defensa de conquistas posteriores, como el Estado de bienestar, el sentido laico del orden político o las garantías jurídicas para todos (hace tiempo, el filósofo francés Jean Pierre Faye acuñó el hermoso lema: "Europa es donde no hay pena de muerte"). Esa unidad necesita una Constitución que establezca los principios fundamentales de forma institucional y también una voz en política exterior conjunta y una capacidad militar disuasoria que garantice la seguridad del continente sin necesidad de recurrir a la protección interesada de otras potencias. No se trata de propugnar una Unión Europea como fortaleza cerrada frente a nadie, sino una Europa suficientemente fuerte en su coherencia como para permanecer abierta e inspiradamente generosa ante las necesidades globales de las que nadie humanamente puede ya inhibirse. Hoy más que nunca nuestras naciones necesitan al resto del mundo, porque amenazas terribles nos han demostrado que ni los países más poderosos pueden vivir aislados: pero también es cierto que el mundo necesita esa voz europea, armónica y clara dentro de su característico pluralismo. Es hora de que los ciudadanos europeos, no sólo "progresistas", sino también "civilizados" en el sentido más responsable del término, exijamos a nuestros gobiernos que adopten las medidas imprescindibles para que tal unidad de empeño sea efectiva. Así demostraremos por lo menos haber aprendido ventajosamente las lecciones del inminente abismo...
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