El pene y su sombra
El pene, el falo, el pincel del amor, "los hombres como material sensible", que dice en su libro Joana Bonet. Después de siglos en que el cuerpo por antonomasia fue el cuerpo de la mujer, emerge la carne del hombre. La cuestión, sin embargo, es si no es demasiado tarde. Porque ahora, prácticamente agotado el misterio de la sexualidad, se esfuma la capacidad de encanto.
El patriarcado, que tomó a la mujer como objeto, troceó pormenorizadamente su cuerpo efectos de la degustación: los labios, los pechos, el pelo, las piernas, el culo, los ojos. Siendo un objeto se podía desmontar y admirar, saborear en porciones, porque lo interesante de las chicas era su repertorio de bocados de placer según los gustos de cada uno. Frente a ello, el hombre aparecía convencionalmente como un ser entero; un personaje tan encajado en el papel de sujeto que era difícil de erotizar.
El hombre estaba para mirar y la mujer para ser mirada. Éste era el mundo intersexual y en su interior la cosmética constituyó un importante recurso, eminentemente femenino. La palabra cosmética viene de "cosmos" y su significado remite a la idea de poner en orden el mundo, reordenarlo de acuerdo a un patrón de bondad. La mujer recurría a la cosmética para gustar o, lo que es lo mismo, para adquirir la apariencia que respondiera a las preferencias del hombre. De esa manera ella seducía, gustaba y con ello engatusaba; despertaba el deseo de ser poseída para, a través de esa atracción, obtener poder.
El funcionamiento de este sistema asimétrico, ambivalente y equívoco, se va a pique, no obstante, con la pretendida igualación de los sexos. Porque mientras el cuerpo de la mujer, tratado como objeto, ha demostrado de sobra su alta productividad erótica, retórica, pasional, económica, estética o religiosa, el tratamiento del cuerpo masculino como cosa ha dado poco, cuando no ha terminado en nada. Así, Las marionetas del pene, un espectáculo que ha recorrido varios países y estos días se estrena en Madrid y Barcelona, viene a ser una patente (patética) prueba del aburrimiento con que la sociedad responde a la visión del desnudo masculino. De ninguna manera, al parecer, le basta al hombre con hacer strip-tease al modo en que lo hicieron, entre persecuciones y escándalos, las jóvenes de la historia sicalíptica. Para convocar espectadores, a los hombres no les basta con exhibir sus genitales por grandes que sean. Necesitan hacer figurillas pintorescas con ellos (una hamburguesa, la torre Eiffel, el monstruo del lago Ness) retorciéndolos como monigotes. Su órgano sexual, a palo seco, apenas interesa, o más bien la curiosidad erótica parece tan gastada a estas alturas de la pornografía total que ya nunca la carne del hombre alcanzará la cotización que gozó el cuerpo femenino.
¿Hombres en cueros? Full Monty mostró la comicidad de las exhibiciones masculinas al desnudo. Mientras el strip-tease de las mujeres cortaba la respiración, el del hombre promueve a la burla. ¿Qué es, pues, al cabo, más denigrante? ¿Ofrecer la desnudez de la mujer como objeto de placer o el miembro viril como objeto de risa? Para las feministas que todavía se empeñan en la homologación integral he aquí el grito de la diferencia.
Si en el teatro se montara un espectáculo con el cuerpo femenino de la misma inspiración que Las marionetas del pene hasta Míriam Tey se revolvería en sus cenizas. Pero el cuerpo masculino es relativamente poca cosa, de pobre significación política y de encantamiento simbólico próximo a cero. Lo mágico, hasta en los tiempos de Matrix, continúa plantado en la belleza femenina, a despecho de los efebos de la pasarela y el hombre de Lacoste. Más aún: a quienes de verdad interesan los cuerpos del hombre es a los hombres gay, porque para las mujeres y los hombres, en general, lo que más importa estéticamente en la especie son los tipos de las mujeres. Lo chic es, tenazmente, algo de chicas y lo sexy, de manera aún proverbial se representa en las vistosas listas mundiales que ocupan desde Halle Berry a Catherine Zeta Jones, Christy Turlington y Anna Kournikova.
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