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ELECCIONES 25M | Comicios municipales en Cataluña
Columna
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Ya nadie quiere ser de centro

Durante el año anterior a las elecciones atravesaron nuestro oasis dos grandes corrientes sentimentales, estimuladas por dos vísceras distintas. Una arrancó del estómago; la otra, del corazón. Esta última ha sido muy visible. Me refiero a la reacción pacifista ante la guerra de Irak. La corriente que arranca del estómago, el miedo o el odio a la inmigración, mucho menos visible en apariencia, pero igualmente intensa, no nació el pasado año, pero tuvo, meses antes de la aparición de la corriente pacifista y progre, un momento estelar: Le Pen, Fortuyn y compañía asustaron a toda la Europa de tradición democrática. Es interesante evocar lo que hizo Aznar aquellos días: hablar de inseguridad ciudadana y sugerir la relación entre inmigración y delincuencia. Antes del verano pasado, nadie dudaba de la llegada de un ciclo duro en Europa. El ciclo del miedo, causado no solamente por el fenómeno de la inmigración, sino también por las incertidumbres de la nueva época (fundamentalismo en Manhattan, globalización, crisis, tensión entre lo local y lo global). Las reacciones de cólera social, racismo latente y agresividad política expresan el mar de fondo de estos tiempos. La derecha extrema (integrada o no en el mapa democrático) pesca mejor en este tipo de mares. Ofrece viejas seguridades en tiempos de incertidumbre.

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Pero se anunció la guerra y la reacción que provocó en las calles sorprendió a propios y extraños. Y eclipsó a la otra corriente. Se decía que estaba emergiendo una nueva izquierda humanista que, procediendo de ámbitos civiles moderados, convergía con los grupos llamados antiglobazación. Y las elecciones han dado, ciertamente, un espacio al espíritu de aquellas manifestaciones, pero no el protagonismo central. No podían dárselo. Había sido un movimiento con alma, pero sin cuerpo ideológico (y mucho menos político), sin posibilidades de centrar, de momento, el discurso de la izquierda gobernante. Restaurando las viejas seguridades ideológicas de la izquierda, se ofrece seguridad a los ya politizados. Viejas seguridades, también, para tiempos de incertidumbre.

Estas dos corrientes viscerales que habían vibrado ante la opinión pública (en secreto el lepenismo latente, apoteósicamente el pacifismo neoprogresista) han dado el salto a la política en estas elecciones. Muchos otros elementos de coyuntura se han adherido a la tensión que ya de por sí estas dos corrientes arrastraban. Aznar, por ejemplo, se ha propuesto rehacer la transición enfatizando el discurso nacionalista español. Y naturalmente, ha tenido aplicada réplica en la enfatización del nacionalismo catalán (el caso vasco, siendo la misma cosa, es, trágicamente, otra). La campaña, consiguientemente, ha sido de antagonismos radicales. Ya nadie quiere ser de centro. El protagonismo se ha desplazado a los extremos. Inútilmente, los partidos centrales catalanes, CiU y el PSC, han intentado subir al carro de la tensión. El PP (situado aquí en posición extrema) ha salvado los muebles con gran brío, y un brío muy parecido ha otorgado esta apariencia musculosa a ICV y a ERC (que se han enfrentado al PP, cada uno en su especialidad: en la batalla de las patrias, en la del radicalismo izquierda-derecha). Existen muchísimas razones más (incluso estrictamente municipales) para explicar por qué ha fet figa el PSC cuando debía hacer diana y por qué CiU se mantiene en el perfil del enfermo que cada día ve menos clara la curación. Estrategias erróneas, erosión del tiempo y factores locales explican muchas cosas. Pero las corrientes de fondo están ahí: el perfil del futuro es incierto, y esto tensa la topografía. La centralidad, propia de épocas amables, es menos atractiva. El centro parece no ser ya el caballo ganador. Mandan las patrias y las verdades extremosas, puras, de debò. Los dos partidos centrales catalanes expresan, en sus resultados, la perplejidad y la obsolescencia de la política moderada ante la incertidumbre de los tiempos.

Antoni Puigverd es escritor

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