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El carro de los vencedores

Rafael Argullol

Subirse al carro de los vencedores: una expresión que en todas partes alude al oportunista. Antiguamente se refería, al parecer, a la tumultuosa vuelta de los ejércitos victoriosos a la patria. Encadenados a los carros, a menudo arrastrados hasta la muerte, los vencidos eran considerados como una parte del botín que antes de ser vendida serviría para ser exhibida en los ritos de triunfo. En el camino, algunos de los que vitoreaban a las tropas se montaban en los carros para ofrecer obsequios a los soldados, recordándoles así su entusiasmo y alegría. Algunos, como escribe Plutarco, eran derrotados que querían hacerse perdonar su derrota, y otros, los más, indiferentes que se esforzaban por mostrar ruidosamente su inquebrantable inclinación a estar con los vencedores. Y el carro de éstos, repleto de gentes de toda ralea, se encaminaba hacia los escenarios donde se escribía la Historia.

Quizá la batalla no había sido demasiado heroica, pero las crónicas la convertían en heroica; quizá más que una batalla había sido una masacre, pero ya los cronistas se encargarían del tono épico que debería recibir el futuro. Mientras los vencedores, rodeados por el sonido de la fanfarria, estaban convencidos de su indiscutible heroicidad, los que por miedo, cobardía o arribismo habían subido a su carro empezaban a convencerse de que también ellos eran vencedores o acabarían siendo aceptados como tales.

Alguien dijo que todo se repite, aunque un poco más ridículo y un poco más grotesco. No podemos dejar de darle la razón cuando vemos en las pantallas de todo el mundo el paso del último carro de los vencedores. Poco importa que ahora el carro sea un portaaviones y que el comandante en jefe Bush se presente ante sus hombres vestido con el más sofisticado uniforme de la guerra tecnológica. Era el gesto simbólico que se requería: el presidente dejaba el traje civil para ponerse el disfraz de los que habían bombardeado y matado. Algún periodista independiente americano ha opinado que Bush ha hecho el payaso con fines electorales. Esto, claro está, no es descartable; pero fundamentalmente, arropado con la máscara de los bombardeadores de ciudades, ha sacralizado la ósmosis entre su ejército y su electorado a través de la sangre derramada de los vencidos y del botín alcanzado por los vencedores.

Ha proclamado la victoria. La mayoría del pueblo norteamericano desconoce, naturalmente, que la guerra no ha sido una guerra, sino una masacre. Los medios de comunicación de Estados Unidos, con raras excepciones, han disimulado la abismal desigualdad que impedía un duelo guerrero. Han hablado de combates y éxito, reservando la heroicidad para las tropas americanas y condenando a las otras al ostracismo de la sombra. La sociedad norteamericana se ha enterado de hermosas historias de solidaridades y rescates y ha ignorado el hedor de los cadáveres pudriéndose en el desierto. Como es de suponer, no escucha a los comentaristas y políticos hablar de ocupación, sino de liberación y, desaparecido el tirano, encuentra lógico instalar un virrey. A consecuencia de que la gran mayoría de los norteamericanos -según las encuestas- ya estaba convencida previamente de que Sadam Husein estaba detrás de los atentados del 11 de septiembre de 2001, circunstancia nunca demostrada, y de la posesión por parte de Irak de armas de destrucción masiva, algo tampoco confirmado, la victoria se ha teñido además del calor de la venganza.

Si los cronistas antiguos convertían fácilmente los pillajes en épica, la épica moderna corre a cargo de unos cronistas infinitamente más poderosos en técnica y difusión; si la Historia, antes, era una mentira a posteriori, ahora se construye y se transmite universalmente desde la mentira a priori. Cualquier ciudadano norteamericano que se hubiera apartado por un momento de la cadena de montaje habría visto en el espejo lo obvio: que Sadam Husein era antes un amigo (podía contemplar sus fotos con Rumsfeld) o que Irak no era "culpable" del terrorismo de Nueva York o que el peligro de la destrucción masiva era mucho mayor en otros países, ahora aliados, como Pakistán. Pero pocos lo hicieron.

Subidos al carro -o al portaaviones- del vencedor se hallan ahora pretendientes de todo tipo: los que acataron desde el principio la ley del más fuerte, los que fueron comprados por el más rico, los que fueron amedrentados por el más poderoso y, finalmente, a medio subir todavía, los que, demasiado vacilantes y dubitativos, tienen que demostrar fidelidades y desmentir resistencias. Pocos países -o para ser más justos: gobiernos de países- quedan excluidos de esta pugna por ocupar un pequeño espacio al lado de los vencedores.

Es divertido, si no fuera patético, comprobar cómo todos los aspirantes utilizan el lenguaje de la sumisión, algunos rindiendo pleitesía abiertamente, otros evitando irritar al poder vencedor. ¿Quién, ante éste, se atreve a recordar que su victoria es espuria porque su no declarada guerra fue a todas luces ilegal? ¿Qué Gobierno, incluso contrario a la opción bélica, es suficientemente temerario para señalar aquel poder como un poder usurpador por más que haya conducido al fin de un tirano cruel? En el mejor de los casos se apela tímidamente a un "posible papel de la ONU" en el futuro de Irak junto al virreinato norteamericano, olvidando -voluntaria y temerosamente- que Estados Unidos ha sido un país agresor, que Irak -con o sin Sadam- era un país soberano y que la ONU, con su flaqueza, era la única legalidad internacional de la que disponíamos. Cuando la ley no se puede imponer a la fuerza, la fuerza se impone irremediablemente a la ley. Esto, como todos sabemos por experiencia, es siniestro en cualquier ámbito de nuestras vidas: en el colegio, en el barrio, en la comunidad. A nadie le gusta depender del arbitrio del matón. Más siniestro todavía es depender de un matón universal.

En la declaración de victoria por parte del comandante en jefe Bush no ha habido ningún matiz para la esperanza en sentido contrario. Ha alardeado nuevamente del carácter exterminador sin precedentes de su ejército como también lo había hecho antes de la guerra, vestido de civil. Si repasamos los periódicos de estos tres últimos meses, comprobaremos este recurso continuo al poder extremo. Impacto y pavor. Se aplicó a los iraquíes y se amenazó a los supuestamente sospechosos, pero no se dejó de proclamar también ante los circunstanciales aliados. Cuando desalojaron a los guerrilleros kurdos de Mosul, un capitán estadounidense les advirtió sin remilgos: "Si no se van, serán testigos de una capacidad de fuego jamás soñada" (2-4-2003). Declaraciones como ésta se han sucedido de continuo. Impacto y pavor para todos y en todas direcciones.Pero el matón, cuando es universal, tiende a utilizar inevitablemente un lenguaje teológico. La voluntad propia de un designio divino. De nuevo, la peor fórmula posible: una teología destructiva demoledora. Esto, antes de que estallara la guerra, era una sombría amenaza que ahora, tras ella, se ha convertido en una pesadilla de difícil despertar. En ésta se oye el espantoso lenguaje apocalíptico: "Un fuego jamás soñado".

Subidos o subiendo -quizá sin remedio- al carro del vencedor, ningún Gobierno parece suficientemente decidido a indicar que, como ha sucedido siempre, una humanidad bajo la nube apocalíptica es una humanidad esclava (por eso es igualmente tan repulsivo el lenguaje apocalíptico de los terroristas). Éste ha sido, a mi entender, el primer factor que ha desencadenado las grandes manifestaciones de los días de la guerra en distintos países del mundo. Fue un movimiento, tal vez inesperado, de protesta, pero sobre todo de alarma. Los ciudadanos debían decir lo que los políticos, por complicidad, debilidad o impotencia, no podían: no hay libertad posible cuando un poder tiene libertad absoluta para dictaminar lo que significa ser libre. La mayoría de los ciudadanos han dicho lo que la mayoría de los políticos no se atreven a decir, puesto que, creyentes o no creyentes, cada uno de aquellos tiene derecho a su dios íntimo frente al dios del impacto y el pavor.

El segundo factor tiene que ver con la mentira, y en este punto también los ciudadanos desbordaron a los políticos, sea por saturación, sea por un extraño instinto de conservación. Durante los días de la guerra se repitió con frecuencia: "Mienten". Pero lo más lúcido hubiera sido decir: "Nos hemos mentido y por eso ahora nos mienten". Creo que a muchos ciudadanos les repelió especialmente aquella mentira a priori a la que antes me he referido: estaban más acostumbrados a la que tergiversaba los hechos con posterioridad. Durante años habían oído y compartido expresiones como guerra limpia, catástrofe humanitaria o bomba inteligente, pero no quisieron ser actores voluntarios de la construcción falsa del presente. De repente se revolvieron contra el secuestro del significado de las palabras. Fue un estallido magnífico, pero, sin cauces, de difícil continuidad.

Por el momento el carro del vencedor, lleno hasta los topes, allana de nuevo la piel del lenguaje, aplastando el sentido de los nombres. Tan invencible como "el fuego jamás soñado" es el bombardeo de las conciencias: al modo de la gota malaya, una mentira infinitamente repetida se convierte en una verdad; y si, mediante la tecnología más sofisticada, la repetición es planetaria, entonces la verdad también lo es. Como las hubo anteriormente, ya tenemos nuevas mentiras acuñadas como verdades, con una, estelar, que sirve de guía: ¿quién se acordará pronto de que tras la reconstrucción de Irak, además del más descomunal negocio en ciernes, hay un abismo de sufrimiento y muerte que implicó la previa destrucción de lo que ahora ha de ser reconstruido? Los políticos, en general, ya hablan de esta "nueva verdad", los periódicos la recogen en sus páginas y es muy posible que, sin demasiada demora, seguramente de modo inconsciente, la incorporemos a nuestras conversaciones cotidianas.

O quizá no. Quizá nos resistamos a hacerlo porque estemos empeñados en rescatar el significado de las palabras. A veces fantaseo con la idea de que existen en nuestra sociedad comités dedicados a este objetivo. Algo así como Comités Antimentira que rastrean en la memoria y velan por preservar el significado de las palabras. Un instrumento pacífico y humilde, pero tal vez el único capaz de poner palos en las ruedas del carro del vencedor.

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

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