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Columna
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Discurso indecente

El consenso más difícil de alcanzar en el proceso constituyente, pero también el más fructífero, fue el relativo a la estructura del Estado. Dicho consenso consistió en el establecimiento, por un lado, del principio de unidad política del Estado y en el reconocimiento, por otro, del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran España. Gracias a dicho consenso tenemos un Estado que es el que ha gozado, con mucha diferencia, de más legitimación en los dos últimos siglos.

Importa subrayar que unidad y autonomía no tienen el mismo status en nuestra Constitución. La unidad es el principio político del Estado. La autonomía es el instrumento a través del cual dicho principio de unidad tiene que hacerse real y efectivo. Miquel Roca lo expresaría de manera insuperable en su intervención inicial en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados para hacer la valoración general del Proyecto de Constitución: "Desde mi perspectiva nacionalista no puedo dejar de constatar que hoy coincidimos todos en la voluntad de poner fin a un Estado centralista; coincidimos todos en alcanzar por la vía de la autonomía un nuevo sentido de la unidad política de España" (Constitución Española. Trabajos Parlamentarios. Tomo I, página 669. Cursivas mías).

Esta decisión constituyente, juntamente con la definición de España como un Estado social y democrático de derecho, el principio de legitimación democrática y la monarquía parlamentaria constituyen el núcleo esencial de la Constitución, es decir, aquello que hace que la Constitución española de 1978 sea la que es. La Constitución está cifrada en los dos primeros artículos, de los que los demás no son más que normas de desarrollo. De ahí que el constituyente considerara que tocar cualquiera de esas decisiones contenidas en los dos primeros artículos no fuera una reforma de la Constitución, sino un cambio de Constitución.

Justamente por eso, ese núcleo esencial de la Constitución no puede ser objeto de debate en una campaña electoral. No se puede aceptar que se diga en una campaña electoral que la unidad política del Estado y el consiguiente ejercicio del derecho a la autonomía depende del resultado de unas elecciones y que únicamente está garantizada si es un determinado partido el que alcanza la victoria. Ni siquiera en unas elecciones generales. Pero mucho menos en unas elecciones municipales y autonómicas.

Y es mucho menos aceptable que se diga por un presidente del Gobierno que lleva ya más de siete años en el ejercicio del poder y que lo ocupa tras cuatro mandatos consecutivos del PSOE. ¿Existía riesgo para la unidad política de España en el momento en que José María Aznar accedió a la presidencia del Gobierno en 1996? Si no existía entonces, ¿por qué existe ahora? ¿Qué es lo que ha hecho el Gobierno del PP en estos siete años para que lo que no se había presentado como problema en los dieciocho primeros años de vigencia de la Constitución sea un problema en el año en que vamos a conmemorar su vigésimoquinto aniversario?

Agitar el fantasma del peligro de la unidad de España es sencillamente indecente. La democracia consiste, ante todo, en un acuerdo sobre determinados principios que no pueden ser siquiera sometidos a discusión. Es la indiscutibilidad de esos pocos principios lo que nos permite discutir políticamente todo lo demás. La unidad política del Estado es uno de ellos. Si empezamos por discutir dicho principio y por reprochar al adversario su falta de respeto al mismo, cualquier debate político deviene imposible. A lo mejor o, más bien, a lo peor, es eso lo que se pretende. ¡Qué manera de poner fin a ocho años de presidencia del Gobierno!

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