Mortal silencio ante el estruendo de 'Matrix 2'
La pretenciosa vaciedad de los hermanos Wachowski fracasa en su estreno mundial en Cannes
La consigna con que los célebres y lacónicos hermanos Wachowski -Larry y Andy, de 37 y 35 años, respectivamente, nacidos en Chicago, Illinois, EE UU- convocan a la Humanidad para acudir en tropel a ver la segunda entrega de su millonaria saga, The Matrix reloaded, es así de imponente: "¿Están ustedes preparados para la Verdad?". Nada menos que la Verdad, con mayúscula, la que trae al mundo Neo, el Elegido, un penoso Keanu Reeves sacramental, vestido con sotana de cura integrista y aldeano y flanqueado por Morpheus y Trinity, fardos teologales también con poderes sobrenaturales con los que cargan los infortunados Laurence Fishburne y Carrie-Ann Moss, que tuvieron que enterarse de qué demonios hacían en la película cuando la vieron y descubrieron ante la pantalla que lo que hacían era nada, la pura nada hinchada por un retórico y abrumador despliegue de habilidades visuales informáticas del manitas John Gaeta y por una banda sonora literalmente ensordecedora, machacona, engolada y despótica, que encubre con un diluvio de decibelios esa vaciedad de la pantalla que hizo huir a los hombres comunes que asistieron ayer a su estreno mundial en Cannes, esas personas que buscan la verdad, con minúscula, al cobijo de los acogedores rincones insonorizados de los retretes de la gran sala Lumière.
La prisa por salir de la sala antes de que aquello terminase era tanta que las puertas de escape se atascaron
No hay treguas en el bombardeo de los iluminados Wachowski contra la libertad y la humildad de los espectadores desprevenidos. Y se les escapa este enamorado diagnóstico de sí mismos: "Estamos hartos de películas idiotas. Nos gustan los filmes de acción, el kung-fu y el cine de género. Pero lo que queremos es que las películas sean inteligentes, que tengan resonancias sociales y políticas". Y confirma su mensajero Dan Cracchiolo: "Lo que interesa a los Wachowski es la revolución del espíritu".
Y, por si no queda del todo claro, tercia el actor francés Lambert Wilson, que hace en la película de un satanás virtual: "Son autores subversivos, creadores de una historia mítica sobre el Elegido, que bebe de las leyendas del Medievo y se alimenta de la filosofía de Schopenhauer".
Y, por si había cabos sueltos, cierra el encumbrado asunto el productor de los profetas de Illinois, Joel Silver, responsable del press-book del matricidio: "Los Wachowski desvelaron en 1999 [en la augusta tarea continúan en 2003 y nos amenazan con seguir en 2004] un cine visionario cuya potencia de impacto no es menor que su riqueza y su densidad narrativa. Inspirados por los filmes de animación hiperestilizados del japonés Akira y por las interrogantes cruzadas de la filosofía, la mitología, la religión y las matemáticas, además de por las ilustraciones hipercinéticas de Geof Darrow y la obra de Lewis Carroll, William Gibson y Philip K. Dick, los hermanos Wachowski crean con Matrix una historia épica sobre la alienación tecnológica, el libre albedrío, el coste de la ignorancia y el precio del conocimiento". Nada menos. Sólo hace falta que organicen la resurrección de Leonardo da Vinci y de Kant para que vengan y lo vean, por no traer aquí a Mahoma, Buda y Jesucristo, que corren el peligro, ante los formidables poderes sobrenaturales de Neo, Trinity y Morpheus, de dimitir de su lugar en la historia del espíritu para que lo ocupen sus dos colegas de Chicago.
Lo cierto es que la Verdad a que nos convocan los Wachowski está fabricada con pretenciosa habilidad por un torrente de mentiras visuales de laboratorio, que sin duda tienen eficacia inmediata para convocar a mucha gente e influir en el aparato publicitario y en las tendencias de consumo de la llamada modernidad, vestida aquí de pura modernez. Y bajo su renombre -y el de otros colegas tan avispados como ellos- se está poniendo en circulación la idea de que estamos ante una revolución, ante una apertura subversiva de las posibilidades formales del cine y ante un ensanchamiento súbito de los horizontes de las pantallas futuras, cuando se trata de una sagaz e incluso rastrera operación mercantil de cine presente, archipresente, y tan ignorante del pasado que pretende hacer pasar por nuevas imágenes sobadas y archisobadas por los laboratorios de efectos especiales desde hace décadas.
Ayer ocurrió aquí ante The Matrix reloaded lo más revelador del fondo de este feo asunto. Ocurrió que el público de la sesión matinal -que es la que cuenta, porque convoca a más de 3.000 espectadores curtidos en todos los celuloides- desmontó el tinglado con una respuesta unánime y fulminante a la empanada mental que ofrecía la pantalla: huyó a toda prisa y en silencio, en espeso y mortal silencio -no se oyó ni un aplauso, ni un silbido, sólo el rumor de la indiferencia, que volvió a repetirse en la perpleja y sosa conferencia de prensa- que es indicio irrefutable de que el bombardeo de dos horas y media de una mecánica digital tan sofisticada como sosa, resbaló sobre los mecanismos de respuesta de gente adiestrada en tensarlos y ponerlos a flor de piel. Y la subversión de Matrix no se benefició de la menor bronca, del menor indicio de abucheo. La nada respondió en su propio lenguaje a la nada.
La prisa por salir de la sala antes de que aquello terminase era tanta que las puertas de escape se atascaron y sólo 27 personas -ni una más, soy testigo- se quedaron sentadas en la enorme platea para ver los planos finales y los títulos de crédito, que fueron seguidos por un pequeño anticipo de la tercera entrega, que por supuesto va a titularse The Matrix revolutions, para la que se espera que los hermanos Wachowski resuciten a Espartaco, Copérnico, Robespierre, Bakunin, Darwin, Trotski y Malcolm X y vengan a verla el año que viene a Cannes.
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