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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

De socorros y gremios

Oír a Joan de Sagarra hablar durante más de una hora sobre Georges Simenon es un placer que ningún adicto al escritor belga debería perderse. Ya puede él rechazar el título de gran experto en la materia, que no nos dejamos engatusar: tal como sostienen Agustí Fancelli y Emilio Manzano, no hay quien pueda medirse con Sagarra en cuanto a erudición simenoniana. Y hace unos días, doy fe, volvió a demostrarlo ante un público que se bebía encandilado los emocionantes avatares biográficos y literarios del creador de Maigret: sus humildes orígenes (su padre trabajaba en una casa de seguros y su madre alquilaba habitaciones a estudiantes); su iniciación a la temprana edad de seis años en las historias de crímenes de boca de su abuelo, que se bañaba en el río con un comisario de policía y compartía con el nieto los botines informativos así obtenidos, y sus comienzos literarios, cuando escribía, a razón de 20 cuartillas diarias, de siete a nueve y media de la mañana, con una pérdida de peso de 800 gramos, novelitas rosas que firmó hasta con 21 seudónimos distintos. O que, ya convertido en autor de novela policiaca, incapaz de distanciarse de las historias que inventaba, vivía la confesión del asesino como si fuera la propia. Pero acaso el momento más densamente emotivo de la charla fue cuando Sagarra recordó la convicción que albergaba Simenon, y que impregna toda su obra, de que cualquier persona en algún momento de su vida ha estado a punto de rodar pendiente abajo y de acabar mal. En ese punto, juraría yo que algunos miembros del respetable público pusimos cara de póquer y que durante unos segundos fuimos abducidos por un agujero negro de la memoria.

Oír a Sagarra hablar de Simenon es un gran placer; si además la charla es en la sede del Gremio de Tenderos, la fiesta es de postín

Pero si la charla, organizada por el Círculo Holmes, ya fue una delicia, el marco incomparable donde tuvo lugar la convirtió en una experiencia de postín. Imaginen una sala grande, con bancos y estrado de madera sobre el que un icono de san Miguel, metido en una hornacina, parece vigilar al conferenciante. Imaginen techos muy altos, una atmósfera vetusta y dos balcones, abiertos a la plaza del Pi, que proporcionan una espléndida vista sobre la fachada de Santa Maria del Pi. Imaginen las paredes decoradas con pergaminos de indulgencias concedidas por el papado a lo largo y ancho del siglo XVII, testamentos no menos antiguos y el acta fundacional del Gremio de Tenderos Revendedores (es decir, mayoristas), constituido en 1447, bajo la advocación de san Miguel Arcángel, y refundado en 1848 con el nombre de Asociación de Socorros Mutuos, que es la legítima dueña de la sala de juntas donde se celebraba la charla.

¿Y qué diablos tiene que ver el Círculo Holmes, que cuenta con 80 socios por todo el Estado español y que pronto cumplirá 10 años, con la Asociación de Socorros Mutuos, antes ilustre Gremio de Tenderos? La respuesta es Joan Proubasta, el hombre que hoy por hoy desempeña al mismo tiempo el cargo de presidente del Círculo Holmes y el de vicepresidente de la asociación, lo que explica por qué los actos del club de amigos de Holmes gozan de tan noble e historiada sede.

Joan Proubasta (también conocido por el holmesiano nombre de Aloysius García) es un hombre cuando menos singular. Su pasión por Sherlock Holmes desde que a la tierna edad de 14 años leyó Estudio en escarlata lo ha llevado no sólo a saberlo absolutamente todo sobre el personaje creado por Sir Arthur Conan Doyle, sino a reunir una colección de 6.000 volúmenes, entre libros y álbumes de cómic (algunos en esperanto, Braille o taquigrafía), donde sale su héroe, incluidos los innumerables pastiches con versiones más o menos delirantes del mito, así como pósters, sellos y autógrafos de todos los actores que lo han interpretado en cine o en teatro. Fue uno de esos actores, llamado William Gillette, quien, armado de la gorra y la pipa holmesianas, se sacó de la manga en un escenario la famosa frase apócrifa de "elemental, querido Watson", que el Sherlock Holmes original jamás pronunció.

Pero sin duda las piezas más morbosas de la colección de Proubasta son unas jeringas hipodérmicas antiguas, algunas de las cuales están llenas de morfina, la droga a la que recurría Holmes para ayudarse a vivir cuando no tenía un caso entre manos. "Mi mujer", afirma Proubasta, "se queja de que por culpa de mi afición tenemos problemas para llegar a fin de mes".

Por si todo eso no bastara para hacer de él un personaje novelesco, Proubasta se jacta de conocer, gracias a los archivos de la Asociación de Socorros Mutuos, todo su árbol genealógico hasta 1447. "Como el título de miembro se transmite de padres a hijos o hijas primogénitos y hay que aportar certificados de defunción y partidas de nacimiento, tengo los papeles de todos mis antepasados en nuestros archivos". Los tesoros, sin embargo, no se acaban ahí. Como si intuyera mi pasión por los despojos ilustres, Proubasta me muestra una cajita llena de reliquias y desenvuelve ante mis ojos atónitos un pedazo del velo de la Virgen María. Enmudezco de emoción durante tres segundos y medio, mi récord absoluto de mutismo hasta el momento.

Pero el momento culminante llega cuando Proubasta abre el candado de la capilla de San Miguel en Santa Maria del Pi, propiedad del gremio, y tras franquear la puerta que se halla junto al altar presidido por el arcángel penetramos en un pasadizo lóbrego y misterioso que me transporta inmediatamente a una novela gótica, de Ann Radcliffe o de Matthew Gregory Lewis tal vez, y desemboca metros después en un pequeño cuarto, un espacio secreto y fuera del tiempo, atestado de cachivaches, donde antaño se celebraban las reuniones del Gremio de Tenderos.

Como decía Paul Éluard, hay otros mundos, pero están en éste.

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