¡Es la sociedad, estúpidos!
Desde que Bill Clinton lanzara a Bush padre aquel eslogan electoral (¡Es la economía, estúpido!), para cambiar el plano del debate de la campaña del 92, después de la primera guerra del Golfo, la política no ha dejado de girar sobre estos dos ejes: economía y política internacional. La organización social, su cohesión, los equilibrios humanos, los valores de convivencia, parecen ausentes del debate político, desde que Margaret Thatcher y otros precursores del neoliberalismo pronosticaran la inexistencia de la sociedad y la desaparición de la política y de la historia misma ("la sociedad es un fantasma, sólo existe la familia, el mercado y el Estado", decía la prime minister).
Y, sin embargo, es la sociedad la que se ha movilizado contra la guerra, en una esperanzadora muestra de que hay opinión pública (y no sólo publicada), capaz de condicionar a medios de comunicación y a Gobiernos y de restablecer las bases de nuestras convicciones democráticas y de nuestra confianza en una revitalización de los mecanismos de participación, que nos ofrece la nueva sociedad de la información.
Es una sociedad que está expresando, desde hace años, en Seattle o en Porto Alegre, en foros universitarios o en miles de ONG, que otro mundo debe ser posible. Que si podemos conquistar el espacio, también debemos salvar el planeta de un desarrollo económico insostenible. Que si podemos alargar la vida en el mundo occidental, debemos acabar con el sida en África. Que si la globalización es una formidable oportunidad para el mundo, éste no puede construirse sobre un reparto insoportable que mantiene en el hambre a más de mil millones de personas, mientras el 80% de la población no accede a más allá del 16% de la riqueza.
Hay una sociedad detrás de todos estos debates que se revisten de sesudos análisis económicos y acaban determinando siempre inexorables recetas para reducir la protección social, aligerar cargas fiscales y restringir derechos laborales.
Son evidentes, todos lo sabemos, las razones que avalan las medidas de saneamiento macroeconómico y las reformas estructurales del mercado de trabajo, como base del crecimiento y de la creación de empleo. Nadie cuestiona que son necesarias reformas en nuestro modelo de bienestar, para salvarlo, como dice Schröder agobiado en su propia crisis. Pero lo que se echa en falta es el debate sobre los efectos sociales y sobre el modelo de sociedad laboral que estamos configurando en la sociedad postindustrial. Como dice Andre Gorz, estamos dejando atrás una sociedad, sin construir otra nueva.
Aquí en España, por ejemplo, tras el triunfalismo del Gobierno se oculta una radiografía social que, todos los años, el Consejo Económico y Social y algunos otros estudios como los que realiza la Fundación Encuentro, nos muestran tercamente.
Un 55% de los hogares españoles -7,5 millones en total- encuentran dificultades económicas para acabar el mes. Lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta algunos datos de renta que conviene recordar. Casi cinco millones y medio de nuestros ocho millones de pensionistas -el 71%- cobran una pensión inferior a los 600 euros (las antiguas cien mil pesetas) y de ellos, cuatro millones largos, cobran por debajo de los 450 euros mensuales. También conviene saber que más de medio millón de hogares tiene a todos sus miembros en paro. Y entre los que disponen de un empleo, las estimaciones sindicales sitúan en un millón y medio, los trabajadores que perciben un salario próximo al salario mínimo (entre 450 y 600 euros al mes). No es extraño por tanto que la UE haya confirmado estas cifras al señalar que el 19% de la población española, es decir, 7,6 millones de personas, viven por debajo de lo que en Europa se considera el umbral de pobreza, es decir, "personas que viven en hogares cuya renta disponible está por debajo del 60% de la media nacional" (Eurostat, abril de 2003).
Nuestra mirada al mercado de trabajo nos ofrece claroscuros. El crecimiento de la población ocupada y cotizante a la Seguridad Social en estos últimos nueve años, es incuestionable. La economía española, que ha aprovechado el saneamiento macroeconómico de los primeros noventa, los ajustes en gasto público y las reformas laborales que hicimos los socialistas en plena crisis de 1993, ha encontrado en las ayudas de la UE y en la expansión inmobiliaria y turística sus factores de ventaja sobre el resto de las economías europeas. Pero que hayamos sobrepasado los 16 millones de cotizantes a la Seguridad Social, no oculta una progresiva depauperación de nuestra realidad laboral.
Cerca de cinco millones de trabajadores rotan sin cesar sobre empleos temporales. Es un empleo barato, con fraudes laborales generalizados y renuncias obligadas a derechos y condiciones laborales largamente asentados. Una muestra inequívoca de la precariedad y de los bajos salarios, es la estadística que nos mantiene por encima del 30% de eventualidad de nuestra población laboral (triplicando a Francia y duplicando, con creces, la tasa europea) y la que nos señala que los nuevos cotizantes a la Seguridad Social lo hacen sobre unas bases salariales aproximadamente un 40% menores que la media de los cotizantes anteriores.
Otra gran anomalía de nuestro mercado laboral es la siniestralidad. Cinco trabajadores mueren cada día laborable en accidentes laborales. Cada año aumentan esas cifras, ya de por sí escalofriantes, que nos sitúan a la cabeza del ranking en inseguridad laboral. La inserción laboral de los discapacitados es otra gran cuestión pendiente. En España sólo trabaja una de cada cuatro de las personas con discapacidad que se consideran activas, es decir, en edad de trabajar y con capacidad y potencial de poder hacerlo. En cifras absolutas, trabajan unos 350.000 discapacitados de una población activa de más de un millón y medio.
La población inmigrante se hace cada vez más presente en nuestro mercado laboral y en nuestra sociedad. Sus efectos en las condiciones de trabajo de los sectores económicos en los que aumenta su presencia, son conocidos. La población nacional acaba desplazada de un mercado laboralmente inaceptable y se instala progresivamente un dualismo sociolaboral lastrado a la baja. A su vez, la enorme presencia de inmigrantes irregulares acentúa estos efectos y generaliza la economía en negro de los sin papeles. En España tenemos aproximadamente un millón cien mil inmigrantes, de los que 500.000 son de la UE y 600.000 del resto del mundo regularizados. Pero el censo de empadronados ya nos muestra unos 500.000 más irregulares, generados en menos de dos años cuya mayoría trabaja clandestinamente en nuestro país. ¿Qué política estamos llevando a cabo en esta delicada y fundamental cuestión? La ineficiencia en la contratación en origen y en la persecución del fraude con los inmigrantes en el mercado laboral, es flagrante. ¿Qué estamos haciendo para favorecer la integración social y cultural de esta población que pronto llegará al 5% de la sociedad española y queen muchos lugares ya supera el 10% o el 20%?
Estamos orgullosos del formidable cambio social que ha experimentado la mujer en los últimos veinte años en España. Alcanzaremos en unos años el 50% de población activa femenina. Pero su presencia en el mercado laboral se sostiene en un esfuerzo exagerado de las mujeres (atrapadas por la doble jornada) y en un abandono preocupante de nuestras familias y de la educación de nuestros hijos. En esto, como en otras muchas cosas, los españoles caminamos veinte años atrás que los europeos. La incorporación de la mujer al mercado laboral (que no al trabajo) lleva aparejadas nuevas necesidades sociales e importantes reformas estructurales y culturales. Nos quejamos de la baja natalidad española, y como solución nos bombardean de propaganda con una mísera ayuda fiscal (¡100 euros para las madres trabajadoras!), sin afrontar la complejidad de las razones que explican por qué las parejas españolas tienen tan pocos hijos y a edad tan avanzada.
No se trata sólo del precio de la vivienda, la precariedad laboral o los bajos salarios. Es que en España no hay política para la atención de los niños de 0 a 3 años porque el nivel de escolaridad en esas edades no llega al 10% de los niños españoles. En España no hay política para la dependencia de nuestros mayores, a pesar de que la demografía nos acecha y de que ya hoy tenemos casi siete millones mayores de 65. De los cuales 1,4 millones de mayores de 80 años y más de dos millones de mayores necesitan algún tipo de ayuda y de ellos casi un millón necesitan una ayuda importante en tiempo de dedicación. Pues bien, a nuestros mayores les cuidan sus mujeres o sus hijas, o personas contratadas (casi siempre inmigrantes), sin ayuda pública ninguna. Cuatro de cada cinco cuidadores de mayores, son mujeres.
Las cuestiones pendientes en el capítulo de la mujer en el empleo y de la conciliación entre familia y trabajo son muchas e importantes. El Gobierno conservador en Francia ha anunciado todo un plan de medidas de apoyo a la familia, desde las guarderías hasta el permiso de paternidad, en un país en el que las políticas públicas de apoyo a la familia han sido siempre intensas e integrales, lo que les ha permitido recuperar la cabeza de Europa en los índices de natalidad. En nuestro país todo está pendiente: la igualdad salarial de hombres y mujeres en el salario (30% menos de media), o en el acceso al empleo o en la subrepresentación de la mujer en sectores, profesiones y escalas; las hipotecas de la maternidad en la carrera profesional; la doble jornada laboral de la mayoría de las mujeres casadas; la jornada laboral prolongada de la mayoría de los empleados, que descuidan la educación de los hijos y abandonan las tareas domésticas. Las políticas de conciliación trabajo-familia son incipientes, insuficientes e ineficientes.
El Gobierno se escuda en el debate social aludiendo a comparaciones con los gobiernos del PSOE, sin asumir que llevan siete años gobernando sin reconocer que sus políticas han estancado el gasto social, acentuando la regresividad de su orientación y sin comprender que hay una nueva sociedad que demanda una nueva política social. En un documentado trabajo de Alberto Infante publicado por la Fundación Alternativas, Repensando los servicios públicos en España, se ponen de manifiesto algunos datos que corroboran intuiciones generalizadas. Que hemos pasado del noveno al puesto 21º del Índice de Desarrollo Humano del PNUD. Que entre 1999 y 2002 han aumentado las diferencias entre ricos y pobres y que un 10% de la población está por debajo de la línea de pobreza porque ingresa menos de la mitad del salario mínimo. Que el gasto social (pensiones, salud, ayuda familiar y desempleo) en relación con el PIB no ha dejado de caer desde 1996 hasta el 2000 (última estadística conocida). Según datos del Eurostat, en esos cinco años, nuestro gasto social ha caído dos puntos porcentuales, hasta el 20,1% incrementándose nuestro diferencial con la media de la UE, hasta 7,6 puntos porcentuales. Es cierto que Francia y Alemania están retocando su modelo social, pero se olvida, al hacer estas comparaciones, que estos dos países de la "vieja Europa" gastan el 30,3% y el 29,6% de su gasto público, en gasto social, es decir, 10 puntos porcentuales más, sobre su PIB, que los españoles.
Se alardea de recortes fiscales, pero se oculta su consecuencia: que los servicios públicos de nuestro país se han quedado cortos. En seguridad ciudadana la tasa de criminalidad superó por primera vez en la historia contemporánea de España las cincuenta infracciones por cada mil habitantes (10 puntos más que en 1995). Unas plantillas deficitarias hasta en un 20% explican que en ciudades como Madrid, se concentre el 25% de las infracciones penales de toda España. La inversión en justicia debería duplicarse para modernizar un servicio básico en un Estado moderno. La problemática de la vivienda es conocida: el esfuerzo medio para comprar una vivienda se sitúa en el 45% del salario bruto frente al 30% de media europea. Sólo un 7% de las viviendas construidas en el 2000 han tenido subvención pública. Sólo el 13% del parque de viviendas salen al mercado del alquiler frente a la cultura europea del Estado de bienestar que dedica del 30% al 57% del parque total a esa modalidad de acceso a la vivienda, tan necesaria para los jóvenes españoles.
No hace falta seguir. La necesidad de aumentar el gasto público en Educación y en Investigación es un clamor, de toda la comunidad educativa, universitaria y económica. No es sólo cuestión de equilibrio social. También está en juego la capacitación humana de nuestro país y nuestra futura competitividad, hoy seriamente cuestionada.
Hay una sociedad detrás de la política. Delante de la política diríamos mejor. Delante de la política económica especialmente, añado. Un economicismo exagerado y absorbente, determina la política y desordena la sociedad. En un reciente encuentro con dirigentes de la patronal francesa, el representante del MEDEF, nos decía, a una delegación de parlamentarios españoles: "Dejen que el mercado equilibre las diferencias entre nuestros países europeos. No hagan leyes. No intervengan desde el poder político". Sus extraordinarias esperanzas en el mercado se contradicen con la realidad. Un mundo globalizado orientado hacia los valores que predica el neoliberalismo económico, regido por Bush y sometido a los grandes oligopolios económicos, deconstruye la sociedad, la dualiza, la hace frágil e insegura, abandona millones de seres ante sus infortunios, acentúa las diferencias entre países y entre sus ciudadanos, individualiza la vida haciéndonos ajenos a nuestros semejantes.
No podemos elegir ni cuándo ni cómo morimos, pero podemos y queremos elegir nuestro modo de vida, nuestro modelo social. Los parámetros del debate económico no pueden ser ajenos a las consecuencias sociales porque el éxito económico es un instrumento, debe ser un medio de atender y resolver la organización social y sus problemas. La economía al servicio de la sociedad y no al revés. Unas palabras de Ortega y Gasset, son apropiadas para explicar esta idea elemental: "El río se abre un cauce y luego el cauce esclaviza al río". No dejemos que la economía esclavice la sociedad.
Ramón Jáuregui es portavoz del PSOE en la Comisión de Política Social y Empleo.
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