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Los recuerdos inconvenientes

"En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor...".

-Es suficiente. No hace falta que lea más -dijo el psiquiatra-. ¿Le recuerda algo? ¿Alguna sensación, alguna imagen?

-Nada, no me dice nada -se lamentó Venancio-. Aparte de que el libro lo leí en el colegio y de que siempre me imagino a don Quijote con la cara de José Sacristán.

Venancio, sentado en un diván de cuero beige, movió la cabeza resignado. Aún llevaba la bata azul del hospital, abierta por la espalda, y el cuero le hacía sudar los muslos. Entre sus manos, un ejemplar de El Quijote en edición de bolsillo, con la letra apretujada. Parecía nuevo. El psiquiatra tomaba notas frente a él.

"Movió la cabeza para sacudirse aquel fogonazo de memoria y sacó el ejemplar de 'El Quijote"

-Deje el libro y túmbese, le dijo.

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Venancio se tendió en el diván y el cuero chirrió al rozar la piel de su espalda.

-Dice usted que no se acuerda del día de su accidente. ¿Hasta dónde llegan sus recuerdos?

-Bueno, me levanté como siempre, desayuné y me despedí de Marta, mi mujer. Luego me di cuenta de que se había olvidado una carpeta y salí detrás de ella, a ver si la alcanzaba antes de llegar al metro. Me veo por la calle andando y nada más.

-¿Nada más?

-Nada más, hasta que me desperté en el hospital.

Desde su posición, tumbado en el diván, Venancio sólo veía uno de los zapatos del psiquiatra, un mocasín negro, que se movía rítmicamente. Tenía un rastro de chicle en la suela.

-Según su informe médico, a usted lo atropellaron ayer a media mañana en la calle de Juan Bravo. Tiene un traumatismo craneoencefálico de carácter leve y algunas erosiones. Perdió el conocimiento y fue trasladado a este hospital, a urgencias. Le faltan los recuerdos desde que salió de casa hasta el momento del accidente.

-Eso es.

-Le encontramos este libro-, el psiquiatra señaló el ejemplar de El Quijote, -en el bolsillo de su abrigo, pero no recuerda haberlo cogido en casa ni se le ocurre de dónde ha salido.

Venancio asintió de nuevo.

-Muy bien. No debe preocuparse. Lo normal es que recupere ese fragmento de memoria en unos días. Si no, vuelva a verme.

Marta, su mujer, le esperaba en la salida. Estaba pálida. -¿Cómo ha ido?-, le preguntó evitando sus ojos.

-El psiquiatra cree que no es nada, pero sigo sin acordarme.

La cara de Marta se relajó. Sonreía incluso.

-No te preocupes, lo importante es que estás bien-, le dijo. Y le besó. Hacía tiempo que Marta no besaba a Venancio.

Le dieron el alta esa misma tarde y su mujer vino a recogerlo al hospital. Al ver el coche aparcado en la puerta y a Marta entrar en él, Venancio notó un vacío en la boca del estómago. Su cabellera rubia dentro de un coche.

Esa noche, el amor. Muy despacio. Marta le miraba a los ojos todo el tiempo y le acariciaba las sienes. Durmió bien, como recordaba, pero al despertarse el vacío seguía allí.

Cogió el ejemplar de El Quijote, salió a la calle y recorrió el mismo camino que la mañana del accidente. Junto a la boca del metro había un coche aparcado. Fue como una conexión eléctrica, como una chispa que iluminó la zona oscura de su memoria.

Se sentó en un banco y recordó. Recordó la figura de Marta por la espalda, a punto de entrar en el metro. Y un coche aparcado en la acera. Marta abrió la puerta y se subió. Dentro había un hombre. Se besaron. En la boca. El coche arrancó y Venancio los siguió en un taxi. Aparcaron en Juan Bravo, pero no salieron. Él entró en una librería, puede que en Crisol, para que no le vieran. Fingió que hojeaba algunos libros, e incluso compró uno, mientras los observaba a través del escaparate. En ese momento, Marta y su compañero dejaron el coche, cruzaron la calle y entraron en un portal, justo enfrente. Él salió corriendo de la librería, con un libro en el bolsillo. No recuerda cuál, aunque lo supone. Intentaba llegar al portal antes de que la puerta se cerrara. Cruzó sin mirar. Entonces oyó un frenazo y no vio más.

Venancio movió la cabeza para sacudirse aquel fogonazo de memoria y sacó el ejemplar de El Quijote. En la contraportada, una pegatina le confirmó que era de Crisol de Juan Bravo. Volvió a casa y se sentó en el sillón a esperar a Marta. No sabía cómo decírselo.

Ella llegó a la hora de comer con un tintineo de llaves. Traía una botella de vino y a Venancio le pareció más guapa que nunca.

-¿Cómo estás? ¿Alguna novedad?-, le preguntó.

-No, ninguna-, respondió Venancio mientras sacaba las copas.

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