¡No es fácil!
La concentración del sábado 26 de abril en la Puerta del Sol madrileña supuso un hito en la historia de las relaciones políticas entre España y Cuba. Por vez primera desde los inicios de la transición, intelectuales y artistas, con representantes políticos de las más diversas tendencias, a excepción de IU, se unieron a los demócratas cubanos del exilio para protestar contra la oleada represiva que ha sufrido la isla a lo largo del pasado mes. Todos sabemos que fue un camino sembrado de obstáculos. Los grupos políticos y las gentes de la cultura conservadores, no sin excepciones de raíz sentimental, tenían desde hace mucho tiempo una lógica incompatibilidad con la profesión de fe revolucionaria del régimen de Fidel Castro. Para la izquierda, las cosas resultaron desde un principio más complicadas. La imagen de David en lucha heroica con Goliat impregnaba las tomas de posición de un amplio sector político e intelectual, el cual de un lado asumía la seña de identidad antiimperialista y de otro miraba con satisfacción los aparentes logros de un proceso revolucionario que si algo hizo bien fue presentar hacia el exterior la propia imagen y atraer adhesiones de notables.
La significación de la presencia conjunta de populares, socialistas y convergentes catalanes en el acto de apoyo a Cuba, por encima del marco preelectoral en que hoy se mueve la política española, puede ser, en consecuencia, calificada de excepcional. Fidel Castro ha ido esta vez demasiado lejos, quitándose la máscara de redentor benévolo para poner al descubierto el fondo de su forma de hacer política frente a cualquier oposición. La circunstancia internacional ha servido hasta cierto punto de cortina de humo, al evitar que todas las miradas del mundo se centrasen en una persecución implacable de quienes se limitan a intentar en la isla una libre exposición de las propias ideas. Una actuación represiva que culminó con la ejecución de tres hombres cuyo delito no había causado derramamiento de sangre. Al margen del juicio que merezcan las actitudes personales, el fogonazo fue tan intenso que conmovió incluso las conciencias de algunos que hasta ahora se habían mantenido por encima de todo fieles a la defensa del castrismo. La espectacular caída en el camino de Damasco protagonizada por José Saramago ha sido la punta del iceberg cuya expresión más clara es la amplitud del espectro ideológico comprometido con la condena y cuyo reflejo fue el acto de la Puerta del Sol.
Además, no fue sólo Madrid. En la concentración de París, los funcionarios de la embajada cubana tuvieron a bien hacer una demostración de sus métodos, comparables a los empleados por los grupos parapoliciales en la isla frente a cualquier manifestación de disconformidad. Al oponente, palo. ¿Qué hubiera sucedido si la manifestación del día 26 se hubiera celebrado frente a la representación diplomática de Cuba en el paseo de La Habana?
En la Puerta del Sol no hubo violencia, aunque sí tensiones en nada beneficiosas y que merecen una reflexión, siempre teniendo en cuenta que unos lamentables abucheos e increpaciones no deben servir para anular el balance inequívocamente positivo de la reunión. El acto dejó ver claramente dos cosas. Ante todo, para los demócratas españoles, y eso los cubanos debemos agradecerlo de corazón, no hay ya eximente alguno al enjuiciar la falta de libertades en Cuba. La condena es tajante y también lo es la manifestación de solidaridad. Depende ahora de nosotros, los demócratas cubanos en primer término, pero también de nuestros amigos españoles, que éste sea el punto de partida para una acción sostenida de apoyo a la difícil construcción de la democracia en la isla.
Los incidentes arrojan suficiente luz sobre las condiciones requeridas de cara a una articulación de los esfuerzos en un futuro inmediato. Como primer paso, resulta indispensable para todos en España renunciar a la exigencia de responsabilidades por posturas políticas anteriores sobre Cuba. No es hora de culpabilizar aquí a nadie por lo que hizo o dijo hace cinco, diez o veinte años, sino de aunar esfuerzos con la única meta de ayudar a las fuerzas democráticas del interior de Cuba, tan duramente golpeadas. Muchos apologistas del régimen de Castro han rectificado, así como partidos y personalidades políticas, sobre todo de izquierda, pero también alguno de derecha. Unos y otros han sabido abandonar una prolongada actitud de complacencia, e incluso de complicidad. Lo importante es, en estos momentos, potenciar las tomas de posición claras, susceptibles de influir sobre la opinión pública española y en las instancias internacionales. El color del partido no debe contar. A alguien le puede disgustar el PP, o lamentar la ausencia de Aznar en un acto, y a otro le molestará compartir la presencia en una manifestación del PSOE y constatar la ausencia de Zapatero. En el plano subjetivo, todo esto es respetable, pero en modo alguno ha de traducirse en expresiones públicas capaces de deslucir un acto, generar disgusto en los participantes y desviar a todos del objetivo principal. Por la misma razón, es bueno que el tema de Cuba, con los matices que cada cual desee aportar, no se convierta en instrumento de crítica y acusación entre partidos en España. Nadie piensa que PP, PSOE o CiU vayan a abordar del mismo modo el problema.
Conviene además recordar que el régimen castrista es muy hábil a la hora de jugar con las diferencias observables entre quienes le critican, y tenemos un buen ejemplo en la respuesta al manifiesto de los intelectuales, distinguiendo entre amigos engañados e instrumentos del imperialismo, y la misma jugada puede repetirse en relación a PP y PSOE. No hay que caer en su juego, orientado siempre a provocar la fragmentación del campo democrático.
Otra trampa a evitar es la amalgama. Consideramos perfectamente legítimo que colectivos o personas adopten posturas comprometidas respecto del terrorismo local o mundial, de la guerra en Palestina o en Irak, o de la defensa de los derechos humanos en Zimbabwe o en cualquier otro punto del planeta. Lo que ya resulta contraproducente es condicionar cada toma de posición a otra de diferente naturaleza para conferir o negar legitimidad a cualquiera de ellas. Una movilización antiterrorista o pacifista es válida o inválida sin que haya que exigir al mismo tiempo la liberación de los presos en Cuba, y del mismo modo, quienes se manifiestan o escriben por la democracia en Cuba no necesitan al hacerlo de acompañamiento alguno de pancartas a favor o en contra de la guerra, por el cambio régimen en España o por cualquier otra causa. Tal vez con la mejor voluntad, los introductores de cuestiones adicionales, por justas que éstas sean, interfieren y pueden generar conflictos en una acción de signo unitario que ya de por sí encierra, en el caso cubano, tanta complejidad en su dimensión constructiva. Impulsar la democracia en Cuba no es fácil, como decimos en la isla. Esperemos que de ahora en adelante sea una tarea irrenunciable para todos los demócratas.
Marta Frayde es activista de Derechos Humanos; María Elena Cruz Varela, Pío Serrano, Zoé Valdés y Carlos Alberto Montaner son escritores.
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