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Columna
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Legitimación papal

Fernando Vallespín

El acto central de la visita papal tuvo lugar en el mismo escenario donde se enseñorea una inmensa bandera nacional y se exhibe de modo permanente nuestra gesta imperial. Con la presencia allí mismo del ilustre visitante del Vaticano, arropado por cerca de un millón de fieles, parecía haber cobrado cuerpo la quintaesencia de la España tradicionalista. Añádanle a esto el orgullo patriótico por los cinco nuevos santos y sus referencias a los "mártires religiosos de la guerra civil" y la "persecución religiosa", y de pronto se verán inmersos en una estampa que recuerda a otros tiempos. También por la forma en que fue transmitida por nuestro ente público, que de no ser por el color y una mayor sobriedad en la narración hubiera parecido el mismísimo Nodo. Es probable que este gráfico simbolismo no fuera intencionado y haya pasado desapercibido para la mayoría. Como también el evidente contraste entre esta ordenada, jerárquica y espiritual aglomeración de masas y la más caótica y lúdica que no muy lejos de allí se manifestó el pasado 15 de febrero en contra de la guerra.

Decir que una y otra representan a las "dos Españas" es, desde luego, exagerado. Pero encajaría con el nuevo discurso del PP, empeñado últimamente en profundizar en las divisiones con sus referencias al "frente popular" y a "los separatistas". Lo que sí resulta bastante obvio es la descarada utilización de dicha visita por parte del Gobierno para cerrar filas en torno a determinadas señas de identidad básicas de un sector de nuestra sociedad e instrumentalizarla como baza electoral. Falta por saber si lo hizo con la connivencia del Vaticano. Aunque muchos de los gestos y el contenido de los discursos papales parecen dar a entender una complicidad mutua. Primero, en ningún momento se observó el más mínimo tirón de orejas por el papel jugado por nuestro Gobierno ante la guerra de Irak. Y si antes pudiera haber habido alguna disensión retórica, todo parecía planificado ahora para borrar cualquier huella de desacuerdo. Las imágenes del Papa con la extensa familia de Aznar equivalían a una absolución pública del pecado de belicismo. Por ese lado el presidente puede cerrar las heridas abiertas con un sector de su electorado, sobre todo los jóvenes, y encaminarse a cubrir otros flancos.

En segundo lugar, están las alusiones a la "unidad de España" y a "alejarse de los nacionalismos exasperados", o el haber consentido en la no recepción de los representantes del PNV y CiU, partidos explícitamente vinculados al catolicismo. El Papa aparece así como patrimonio nacional, del Estado, del mismo modo que el ecumenismo católico se reajusta para servir a los intereses de una Iglesia vertebrada a partir de congregaciones nacionales. Se dirá que los discursos papales mezclan siempre afirmaciones doctrinales generales con un exquisito respeto por el César. Pero pocos podrán dudar que una institución vieja y sabia como la Iglesia pueda dejar escapar de balde el impacto de determinadas expresiones y actitudes en este contexto político específico. Menos aún en un país donde posee tantísimos intereses objetivos. Es difícil imaginar que tan complaciente actitud con la posición del Gobierno -a tiro de piedra de unas complicadas elecciones municipales y autonómicas- no se haya conseguido sin alguna contraprestación. El problema estriba en saber cuáles sean éstas.

Para resolver esta espinosa cuestión sería necesario saber con certeza quiénes han sido los muñidores de la visita, tanto por parte del Gobierno como por el plural conglomerado católico que se integra en la Iglesia española. Y la interpenetración entre una y otro está todo menos clara, aunque todos sabemos que existe. Por lo pronto sí parece evidente que el hombre de Bush en Europa ha recibido el encargo de introducir otro elemento de división en el Continente. Pronto veremos una posición española mucho más beligerante en la definición de la identidad europea a partir de sus raíces cristianas. Con ello Aznar habrá logrado identificarse con el único elemento de la actual Administración estadounidense que le faltaba, el toque teológico-político. Y encima a esto le llaman la nueva Europa.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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