La ciudad industrial recupera su río
Los ciudadanos de Sabadell disfrutan el nuevo paisaje de las riberas del río Ripoll
Sabadell, el río. Una grieta de agua en el fondo de altos taludes, al sur de la ciudad. Despejan los últimos huertos ilegales. Limpian las riberas. Instalan cercados y bancos sobre la hierba. Incluso confían en que la depuración de las aguas que planean traiga pececillos. Hermosos y nobles propósitos del regeneracionismo municipal. Tal vez lo mejor de la democracia haya sido encarar a los ciudadanos con alguna forma de olvido: el mar, los ríos, las fábricas abandonadas, los barrios desahuciados. Al río lo llamaban la timba, los de aquí. Era un mero vertedero, de animales y muebles muertos. Con los datos técnicos el río Ripoll apenas es más que un nombre. Pero en el 62 arrasó huertos, fábricas, chabolas... y mató a 14. El río despunta en la sierra de Granera y acaba en el Besòs. Desde los últimos huertos de Sabadell hasta la desembocadura hay algo más de veinte kilómetros. Hace poco que ya pueden recorrerse a pie o en un vehículo potente. Más que para boy scouts, es una excursión para viejos urbanos, pegada a la vida y lejana de las cumbres.
Alturas del barrio del Puiggener, donde nació el gran Duquende. Cante y gitanería en rama
Aquellos melancólicos versos de Gil de Biedma. Los volví a escuchar hace poco, muy bien dichos por Pep Munné: "Todo fue una ilusión, envejecida/ como la maquinaria de sus fábricas".
El hermoso error de estos versos. Las fábricas, como la burguesía que las levantó, continúan al borde del río. La mayoría son textiles. En la riada desaparecieron 50. En las crisis de los años setenta y ochenta, muchas otras. Pero ahí siguen, alimentándose de las ruinas, como todas las sagas. Max Marín, el técnico municipal que me acompaña, tiene una larga melena blanca de beatnik. La regeneración municipal es también esa melena. Es el hombre que más sabe de este río. Sus objetivos tienen una complejidad magnífica. Fábricas. Garzas. Peces. Tuberías. El Ayuntamiento parece estar en buenas manos. Por lo menos no sólo hay pajaritos en su cabeza. Max Marín: un río por donde corran las muchachas al atardecer, se asen espetones los domingos, los escolares hagan sus primeras prácticas de flora y fauna, y las fábricas viertan aseadamente los residuos. La ciudad. Al menos la ciudad del futuro. Es decir, una ciudad que ya ha superado su vieja dialéctica con el campo: la ciudad de acero acunando su río.
Alturas del barrio del Puiggener, donde nació el gran Duquende. Cante y gitanería en rama. En lo alto de los taludes, las cuevas de la emigración. Hay quien piensa que debería cegarse ese ojo oscuro sobre el pasado. Grave error. Es legítimo no tener interés por la historia. Pero la intención de cegar las cuevas demuestra un excesivo interés por la historia. Por aquí anida el pájaro llamado verdum. Pronto, una fuente en el río se llamará así. En honor del pájaro. En honor también del apellido. El apellido Verdún también anidó aquí. A mediados de los años cincuenta, en España, tres niños Verdún salieron de Antequera, pueblo de Málaga.
El mayor había cumplido 12 años. Salieron andando camino de Sabadell. Las razones de que salieran así son oscuras. "Los años", cantaba Borges, "no dejan ver ni el entrevero ni el brillo". Lo indiscutible es que algo faltaba en la familia y emprendieron la marcha. Tardaron casi dos meses en llegar a Sabadell. Los viajes de niños solos. No debían de ser infrecuentes después de la guerra. Yo aprendí a leer en El libro de España, que contaba las apasionantes aventuras de los huérfanos Antonio y Julián caminando por los pueblos y ciudades de la patria en busca de quien los cuidara. Los niños Verdún querían llegar a Sabadell porque creían que allí vivía su tía. Era cierto. Pero vivía entre muchos miles de personas. Esta imagen fundacional: los tres atravesando los primeros arrabales y enfrente una ciudad que no podían abarcar con los ojos. El desconcierto. No tenían la menor idea de dónde podía vivir la tía. Sabadé, sólo. Se les ocurrió apostarse en la puerta del mercado, con un cartelillo muy visible que daba fe de quiénes eran y a quién buscaban. Si la mujer vivía y comía, tarde o temprano debería pasar por allí. Tardó algunos días, porque comía poco, pero una mañana pudieron abrazarse. La tía los llevó consigo a su casa. A la cueva que ocupaba en el talud.
Crepúsculo en el bosquecillo que rodea la ermita de Sant Nicolau. Impresionante barranco sobre el río. Abajo, un coche blanco, estrellado. De madrugada vienen aquí a deshacerse de ellos, después de robarlos. Humo de fábrica. Las cuevas inobviables. El lugar desde donde se tiró Llum Valls, el cadáver adolescente del río. Los pájaros que planean de un lado a otro de la grieta. La fiera ciudad rugiendo, pidiendo paso: la melena blanca de su experto domador Max Marín.
Con informaciones de Sílvia Marimon.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.