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Columna
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El comercio de la carne

Una reciente sentencia de un juzgado de Granollers ha reconocido el derecho de relación laboral que asiste a las mujeres de alterne. Al parecer, una señorita que trabajaba en un local se había negado a practicar el sexo con un cliente y había sido despedida. La sentencia reconoce la existencia de una relación laboral y el derecho, en consecuencia, de la despedida a la readmisión o a una indemnización. Leí la noticia con interés, a la espera de que el tribunal hubiera ido más lejos, pero pronto mis esperanzas se vieron defraudadas: la sentencia reconocía el derecho laboral que supone el alterne (esa vaga ocupación de tomar copas con viajantes a altas horas de la madrugada), pero no el comercio de la carne. De hecho, la sentencia despeja cualquier duda a ese respecto reiterando, como suele ser habitual en el mundo jurídico, que "el comercio sexual no puede ser objeto lícito de contrato de trabajo".

Uno está persuadido de la vocación absolutamente multidireccional que tiene la hipocresía en nuestra sociedad, pero sorprende que en este tiempo en que se deshacen los tabúes (perdón, seamos exactos: en que ciertos tabúes se sustituyen por otros) la prostitución persista como actividad sin reconocimiento legal. Ése es el escándalo, y no su mera existencia, algo a lo que ya deberían habernos acostumbrado miles de años de historia. En esta enorme omisión se alían desde el tradicionalismo moral al feminismo militante, pasando por la pudibundez municipal o los reparos estrictamente jurídicos como los que expone la sentencia: que el comercio sexual no puede ser objeto de contrato.

Vivimos en una sociedad en que puede ser objeto de contrato lo más inimaginable. ¿Por qué no va a poder serlo el sexo? La prostitución mueve unas cifras incalculables de dinero a lo largo y ancho del planeta, e incluso del paisito. No entiendo qué extraña conjura mental impide a los poderes públicos entrar a saco en esta actividad para regularla, gravarla e incluso penalizar en el desarrollo de la misma los incumplimientos. La prostitución debería ser un tipo de contrato recogido en el Código Civil, sus practicantes autónomos o autónomas sujetos al pago del IVA, a la emisión de facturas, a la exacción del Impuesto de Actividades Económicas. La prostitución debería contar con minuciosas reglamentaciones de carácter sanitario, de horarios de actividad, incluso de negociación sindical. Parece mentira que la voracidad impositiva de los poderes públicos se reprima a la hora de gravar, precisamente, la profesión más antigua del mundo.

No hay que ser un genio de la estadística para considerar que la prostitución, como fenómeno social, se halla absolutamente extendida. Donde exista una sociedad humana, existen hombres sexualmente insatisfechos, y para colmar su insatisfacción existen mujeres, u otros hombres, dispuestos a proporcionar ciertos servicios. Por otra parte, la legalización de la actividad serviría para evitar las situaciones de explotación, que en muchos casos llegan al secuestro o a una práctica esclavitud. Si todo esto se ventilara con abogados y sindicatos de por medio seguro que las posibilidades de algunos rufianes para esclavizar se verían notoriamente reducidas.

En definitiva, todo serían ventajas con la instauración de una verdadera policía sobre una actividad de la que la humanidad es incapaz de prescindir: mejoras sanitarias, honrada contabilidad empresarial, derechos laborales garantizados y, para las arcas públicas, un incontable aluvión de fondos con los que sanear el sistema de la seguridad social y el ingreso en Hacienda de muchos millones en virtud del IVA, el IAE y otra clase de contribuciones que el Diablo confunda. Incluso una parte del dinero podría utilizarse como se utilizan los ingresos fiscales del tabaco: para campaña preventivas. Parece absurdo prohibir el comercio sexual en una sociedad donde cualquier palurdo vende su divorcio a una revista y se forra. ¿Qué hay de malo en vender el cuerpo cuando uno ya ha vendido su alma? Es más, en comparación con los innumerables impresentables que prosperan en esta sociedad, el comercio de la carne parece oficio de dignísimas señoras, cuya actividad bien merecería el reconocimiento del Estado. Va siendo hora. Son ya tantos los siglos...

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