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Columna
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La cruzada antifrancesa

¡Todos contra Francia! Ésta es la actual consigna guerrera del clan Bush que el equipo conjunto de comunicación de los Departamentos de Estado y de Defensa ha convertido en su principal eslogan publicitario apoyado en los extraordinarios recursos de que dispone la Administración estadounidense para la batalla ideológica. El Gobierno de George W. Bush no puede dejar sin escarmiento a quienes no le acompañaron en la guerra y que por ese solo hecho se convirtieron en sus enemigos. Para que no cunda el ejemplo hay que administrarles, pues, un castigo que haga daño, y muy en primer lugar a Francia. Que esta vez no puede consistir en las habituales bombas, pero sí en un cerco diplomático excluyente, en una hermética cuarentena política, así como en un embargo económico que les prive de los sustanciosos mercados norteamericano y británico, a la par que produzca el rechazo de sus productos y marcas, comenzando por el label Francia. Algunas personalidades y sectores proamericanos de ciertos países europeos se han sumado con entusiasmo a esta campaña, sea para saldar viejas cuentas, sea por apuntarse al ganador, sea por irrepresible adicción a la servidumbre voluntaria.

Leopoldo Calvo Sotelo, el jefe de Gobierno más culto de los que ha tenido España durante la segunda mitad del siglo XX, se ha incorporado en un reciente artículo en ABC, Siempre Francia, a esa campaña. Sus diversos argumentos tienen como eje principal el obstinado propósito de Francia de constituirse, desde una posición menor, en protagonista mayor de la historia europea y del mundo. Propósito que califica de patético y que ejemplifica en dos procesos: la voluntad de intervención del presidente francés en la transición española y la permanente reivindicación de la excepción francesa. Respecto de la primera, a la que Calvo Sotelo presenta de modo un tanto ridículo, quiero oponer que la acción de Giscard d'Estaing y de su Gobierno fue fundamental para la aceptación de Juan Carlos de Borbón, que tenía en su contra el antecedente franquista de su candidatura y la ruptura institucional de su pretensión monárquica. Durante los dos años de acción internacional como coordinador de la representación exterior de las Juntas Democráticas, tuve tres entrevistas con Michel Poniatowski, ministro del interior de entonces, que era nuestro interlocutor en Francia, dos acompañadas de Rafael Calvo Serer y una solo. Su posición constante fue decirnos que la única opción democrática viable para España la representaba Juan Carlos de Borbón, no su padre, ni mucho menos un referéndum sobre la forma de gobierno, pues tenía el apoyo del Ejército y del mundo empresarial, y además era demócrata, por lo que la Europa democrática estaba con él. En otros países europeos y en EE UU pude comprobar la eficacia del valimiento democrático francés en favor de Juan Carlos.

La excepción francesa es una mala designación de una realidad imperativa: la diversidad cultural. Porque no se trata de defender el pequeño jardín cultural francés, sino de proteger la multiplicidad de las identidades comunitarias existentes, de promover la riqueza que representan las múltiples culturas del mundo, amenazadas hoy por la globalización financiera y la mundialización económica y social con sus inevitables secuelas de masificación y de uniformidad. Pero esa riqueza sólo es salvaguardable desde una estructura geopolítica múltiple, desde un mundo multipolar. Esta semana hemos asistido al último enfrentamiento Blair-Chirac. El primero, aferrándose al polo único del Imperio americano; Chirac, reclamando en la minicumbre de Bruselas sobre la defensa europea la multipolarización del mundo. Calvo Sotelo aboga por la hipótesis norteamericana alegando que todos los europeos somos de segunda y que es estupendo ser segundón de un imperio, pero olvidando que el actual está regido por personas e ideologías de la extrema derecha. Cosa que no ha sido nunca él, representante permanente en nuestro país de la derecha liberal y civilizada.

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