El aire de la almena
El 11 de diciembre de 1974, en el convento de la Aldehuela, cerca de Madrid, murió una monja carmelita descalza que se llamaba Maravillas de Jesús. El cuerpo, lo recuerdo vivamente, exhaló entonces un profundo e inexplicable olor a nardos. Su vida puede parecernos totalmente lejana desde una perspectiva agnóstica, o sencillamente laica. Porque, ¿qué puede decirnos el enclaustramiento en el mundo abierto de la globalización? ¿Qué representa la religiosidad contemplativa en una cultura tecnológica y secularizada? ¿Qué sentido tiene la pobreza voluntaria en la sociedad del consumo? Lo anterior resulta tan evidente que llega a deslumbrarnos. Cerremos los ojos durante unos instantes para entrever una realidad más compleja.
Maravillas conoce una y otra vez experiencias cumbre, las experiencias de la presencia de Dios
Descubrimos en su ejemplo una llama de verdadero humanismo, que viene de muy lejos
Se nos aparece una mujer que a sus 27 años decide vivir de una manera diferente. Renuncia a una importante posición social para pasar el resto de su existencia manteniéndose sólo con el trabajo de sus manos, sin más bienes materiales que los escasísimos que pertenecen a su comunidad conventual. Desde la más absoluta pobreza, su vida entera estará inspirada por el amor, un amor solidario hacia sus semejantes, y un amor entregado a su Dios. Hizo muchísimo por los demás, con una increíble eficacia para sus pocos medios y su aislamiento, pero el eje de su vida fue la meditación, que es oración, contemplación y pensamiento. Aunque sorprendentemente siempre conocía lo que acontecía fuera del convento, la marea informativa, que tantas veces ahoga el espacio de la reflexión propia, nunca le alcanzó. Sus conventos carecían de teléfono, televisión, radio o cualquier otro medio de comunicación externa. Su comunidad, que se rige por una secular regla democrática, la eligió, una y otra vez, como priora durante los últimos 48 años de su vida, obedeciéndola siempre sin que ella mandara nunca, tal era el amor que suscitaba. Para su humildad, esta situación preeminente representó una dura pesadumbre. Maravillas de Jesús traslució permanentemente una inmensa paz, y una alegre felicidad, que se irradiaba sobre todas las otras personas que compartieron su vida con ella.
Y aquí, de nuevo, nos preguntamos si el amor como vocación, la dignidad del trabajo manual y la pobreza elegida para compartir solidariamente todos los bienes, el ejercicio permanente del pensamiento, el dominio del tiempo que fluye como por designio propio y no por los impulsos de fuera y esa inefable libertad, íntima y verdadera, de no necesitar nada porque nada se desea, ¿no son todos ellos rasgos purísimos de lo mejor de la condición humana? Si es así, aquella monja y las religiosas que la siguieron no nos resultarán tan extrañas como parecía. Al margen de su dimensión religiosa, descubrimos en su ejemplo una llama de verdadero humanismo, que viene de muy lejos y que puede proyectar su luz y su calor sobre muchos trechos y recodos de nuestra propia existencia.
Cuando aún no se han cumplido 29 años desde la muerte de la madre Maravillas, la Iglesia católica ha reconocido su santidad y el Papa viaja a Madrid para canonizarla el 4 de mayo. La prontitud de este proceso resulta extraordinaria, como lo es el fenómeno de la devoción universal que ha originado esta carmelita descalza. Era hija de Luis Pidal, un culto e influyente político de la Restauración, que fue presidente del Senado y del Consejo de Estado, ministro y embajador, y miembro de las Academias de la Lengua, Bellas Artes y Ciencias Morales y Políticas. Con su personalidad bien formada, Maravillas ingresa en el Carmelo de El Escorial y cinco años más tarde funda el del Cerro de los Ángeles, siendo elegida priora.
Desde el íntimo recogimiento de su vida de clausura despierta muy pronto, sin proponérselo, sin saber cómo, la vocación religiosa en centenares de jóvenes que acuden a ella atraídas por la autenticidad de su vida espiritual. Estas vocaciones le animan a fundar un Carmelo en la India, del que surgirán otros cinco, y 12 más en España. A sus monasterios se adhieren más de 100 conventos de la Orden Carmelitana para imitar su vida religiosa, que permanece fiel a las reglas originales de Santa Teresa. Éstas, como escribió Gerald Brenan, "hacían especial hincapié en la pobreza, el retiro estricto, el ayuno y la oración mental". Como Santa Teresa y San Juan, también la madre Maravillas y sus seguidoras sufrirán la incomprensión de muchos miembros de su orden, hasta que finalmente alcanzan su pleno reconocimiento en el ámbito eclesial. Junto a esta ingente tarea fundacional, ayuda a innumerables personas, hace construir una barriada de casas prefabricadas para los más necesitados, funda colegios, promueve la creación de una clínica para religiosas y realiza muchas otras obras humanitarias. El cómo pudo hacer todo ello sin salir de su clausura, sin más comunicación que la correspondencia -se conservan más de 10.000 cartas manuscritas suyas- y sin distraer su vida contemplativa, a la que dedicó lo mejor de su existencia, resulta difícil de comprender.
La vida contemplativa de la madre Maravillas tuvo un carácter místico, y es comparable a las de Teresa de Jesús y Juan de Yepes. Conocerá, alternativamente, en grado intensísimo, la experiencia de la cercanía de Dios y el vacío de su ausencia. También es un misterio que esta parte esencial de su vida la mantuviera casi oculta, sin que se viera afectada la inmensa paz que traslucía, y que tanto bienestar producía en quienes la tratábamos.
Los médicos que la atendieron, Marañón y Vega Díaz, nos han dejado constancia de la admiración y el cariño grandísimo que sintieron por ella. Vega escribió, desde su posición de "médico laico", que al conocerla "sintió una impresión anonadante" y que desde entonces "su santidad ocupó todas las honduras de mi conciencia". Ambos refirieron su bondad e inteligencia altísimas y también su profundo equilibrio y su arraigado sentido de la realidad, incompatible con ningún desvarío imaginativo.
Sus escritos místicos impresionan a cualquiera que los lea, agnóstico o creyente. Son unas extensas notas autobiográficas que tuvo que redactar por la afortunada indicación de sus confesores, que sin duda intuyeron su importancia. Nunca pudo imaginar que alguien más las leería, y por ello, al hacerlo sentimos un cierto reparo por traspasar el umbral íntimo de su conciencia. Aunque a veces no podamos entender el lenguaje ni el significado pleno de las experiencias que relata, nos ayuda el enmarcarlas en una tradición espiritual bien conocida, aunque equivocadamente nos parecía alejada de nuestro tiempo.
La madre Maravillas, siguiendo los pasos de la noche oscura de San Juan de la Cruz, padeció una y otra vez, según escribe, "el abandono y el dolor de la ausencia de Dios", "una ausencia de Dios tan grande que no sé si me queda fe", "la profunda soledad" y "las dudas sobre todo". No es una crisis de fe, que se abre y se cierra en un momento dado, sino una cuestión recurrente que permanecerá sin resolverse toda la vida. Es lo que en el campo de la mística se conoce como un camino de purificación. Junto a la desolación de estas vivencias, sobreponiéndose a ellas, la madre Maravillas conoce una y otra vez experiencias cumbre, como las califica Maslow, experiencias gozosas e inefables, las experiencias de la presencia de Dios. En el lenguaje amoroso de la mística, "en la oración, estando así en esa nada que lo ocupa todo, me pareció que se encendía el fuego del amor intensamente y sentí algo muy profundo que parece brotar de no sé dónde que hace gozar y sufrir al mismo tiempo", "el Señor me miraba con amor y yo sentía que me abrasaba el corazón", "fue una oscura pero grande seguridad de la presencia del Señor allí y en esa vista sentí profundamente su grandeza", "era tanta la suavidad y la gloria, quedándome luego como mucho amor, ternura y gozo y un sentimiento de caridad hacia mis hermanas viendo con gusto la verdad de mi nada". Este proceso ambivalente de encuentros y pérdidas trascendentales lleva a la madre Maravillas a "abandonarme sin temor a esa oscuridad de fe y de amor". Esto es, al final, confianza plena, que no es luz, pero sí creencia y, por tanto, esperanza cierta.
Termina su vida a los 83 años, en el convento de La Aldehuela, feliz y lúcida, rodeada del inmenso y cálido amor de sus hermanas. "Siento dentro de mí una libertad inmensa", escribe. Y desde esa libertad esencial que inspiró toda su vida, siguiendo a su San Juan, herida mortalmente por el aire de la almena, inclinó su rostro sobre el Amado, y cesó todo.
Gregorio Marañón y Bertrán de Lys es sobrino nieto de la madre Maravillas de Jesús.
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