Polémicos y rápidos
La desmedida intrumentalización política por parte del Gobierno de la puesta en marcha de los juicios rápidos, con exageraciones sobre su alcance y manifiesto disimulo de que son fruto del Pacto sobre la Justicia, rubricado con el PSOE, no basta para descalificar una medida que pretende acabar con la exasperante lentitud de la justicia en aquellos delitos y faltas -al menos el 60% de los asuntos penales que llegan a los tribunales- que más inciden en la seguridad de los ciudadanos. Siempre hay que dar la bienvenida a intentos como el actual, que cuando menos servirán para agitar a un sector de la justicia que vive anclado en prácticas que ya eran obsoletas y anticuadas hace muchas décadas.
La desgracia de este nuevo ensayo de justicia rápida es que se ha puesto en marcha en periodo electoral, época en la que no valen pactos ni es de uso el juego limpio. Para muestra, los mensajes oportunistas y engañosos de los ministros Michavila y Acebes al presentar al alimón los primeros resultados de la reforma. Los juicios rápidos afectan a las faltas y a los delitos castigados con penas de hasta cinco años de cárcel y no a los graves, que exigen una instrucción sumarial más exhaustiva y a los que corresponden penas mayores. Por eso confunde a los ciudadanos decir que casos como la reciente puesta en libertad de cuatro narcotraficantes tras cumplir cuatro años de prisión preventiva sin haber sido juzgados no podrán repetirse en el futuro. O asegurar que con la reforma se evitará que conflictos derivados de separaciones matrimoniales terminen en hechos tan terribles como el protagonizado recientemente por un padre contra su pequeña hija en la localidad madrileña de Arroyomolinos.
La implantación de la justicia rápida -juicios en 22 días para los delitos y en 72 horas para las faltas- ha estado condicionada por la polémica sobre los medios materiales para llevar a buen fin la reforma. Buena parte de la desconfianza que suscita esta polémica tiene sus orígenes en la política judicial de la primera legislatura del PP, que roza el cero absoluto. Los juicios rápidos deberán incidir en la mejora de la seguridad, sobre todo en la medida en que sirven para agilizar la justicia, pero no son en sentido estricto un ingrediente de la política contra la delincuencia, tal como se propaga desde la demagogia.
No ha sido sólo el fiscal jefe de Madrid quien ha llamado la atención sobre el riesgo del fracaso de la reforma. Por eso es injusto e inquisitorial que el ministro Michavila personalice la polémica en el fiscal jefe de Madrid con una acusación que invita a su castigo. Esta polémica y los iniciales fallos de la reforma no deberían desanimar a quienes la aplicarán. Se trata de una justa demanda social y de la exigencia constitucional a una justicia sin dilaciones.
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