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La Iglesia ¿puede 'aggiornarse'?

El papa Juan XXIII intentó poner al día a la Iglesia convocando por sorpresa el Concilio Vaticano II, para que la Curia Romana no se lo impidiera, como hizo con el Papa anterior; pero todo quedó en su mayor parte en bellas palabras que no se han cumplido. Una vez más se hace realidad el refrán francés: "El infierno está empedrado de buenos propósitos".

Y si leemos los documentos y discursos de los dirigentes máximos de esta institución encontraremos en ellos también cosas positivas entre un fárrago de otras que anulan esas buenas intenciones.

Por ejemplo, si tomo la Carta Apostólica de Juan Pablo II, que llamó expresivamente Ante el tercer milenio, leeremos el dolor que manifiesta de palabra este Papa y lo pide a los católicos, por "los métodos de intolerancia e incluso de violencia" que han existido en la Iglesia, lo mismo arriba que abajo. Y que constituyen "verdaderas formas de antitestimonio y escándalo", por eso pide un examen de conciencia y el arrepentimiento correspondiente. Pero señala con momentánea sinceridad que estos negativos actos "permanecen como tentaciones del presente".

Cualquier persona imparcial estaría de acuerdo con esto, pero miraría con lupa esa última frase de que todo ese mal no ha terminado, sino que son tentaciones que nos amenazan ahora en la Iglesia.

De ahí que no basta pedir perdón por cosas que pasaron hace siglos, como la condenación a muerte en 1498 del fraile dominico Savonarola por haber condenado públicamente los desmanes del papa Alejandro VI; o el castigo cruento del profesor de la Universidad de Praga Jan Hus, en 1415, por defender ideas que hoy aceptó el Concilio Vaticano II. O la persecución del científico Galileo, hoy por fin reivindicado por la Iglesia después de siglos. Y para mí el más cercano a mi pensamiento es el sacerdote filósofo Rosmini, cuyas inteligentes y renovadoras ideas fueron condenadas en el Índice de Libros Prohibidos a finales del XIX, y ahora es reivindicado por el Papa actual y el cardenal Ratzinger, introduciendo incluso su causa de beatificación, lo cual nos hace pensar que él es el ejemplo renovador que deben seguir los católicos, y no el de la Iglesia oficial que le condenó a instancias de otro Papa, León XIII.

Tendrían que seguir las jerarquías actuales de la Iglesia el diálogo pedido por Pablo VI en su encíclica Ecclesiam suam a todos los niveles internos y externos a la institución. Por eso suprimió Pablo VI el Índice de Libros Prohibidos, para dar más libertad a la discusión teológica dentro de la Iglesia y para "descubrir elementos de verdad en las opiniones ajenas", como decía. Además, reconoció que en la Iglesia muchas cosas pueden cambiar y simplificarse, y estaba dispuesto a ello "si la observancia de las normas eclesiásticas se puede hacer más fácil por la simplificación de algún precepto, y por la confianza concedida a la libertad del cristiano hoy". Es más: con los demás cristianos "estamos dispuestos a secundar los legítimos deseos", ¿sobre qué?: "En tantos puntos diferenciales, relativos a la tradición, a la espiritualidad, a las leyes canónicas, al culto".

El obispo Walter Kasper, gran teólogo recientemente elevado al cardenalato por Juan Pablo II, sostiene que se pueden dar, si miramos a la historia, una pluralidad de teologías, de espiritualidades, de ordenamientos eclesiales, y también de fórmulas de confesión de la fe. Por ejemplo, habla de los condicionamientos excesivamente humanos que jugaron un papel decisivo en la formulación del dogma cristológico del Concilio de Calcedonia, influyendo en él las rivalidades de grandes sedes episcopales entre sí, y además, la presión del poder imperial. ¿No deben los teólogos católicos actuales aclarar todo ello para entender lo que de verdad se quiso entonces decir usando conceptos que resultan tan confusos, y no por eso intentar deautorizarlos la Iglesia como pretende ahora con Tamayo?

Y están los estudios históricos sobre el error de san Agustín acerca de su idea del pecado original, como han estudiado muchos teólogos como el holandés Schoonenberg o el español Domiciano Fernández, lo cual no se tiene en cuenta en la enseñanza corriente, dando antiguas y sobrepasadas explicaciones que van contra el sentido común del que piensa ya de mayor sobre esa enseñanza. Y lo mismo diríamos del elemento humano discutible que rodea al papado, o a la Curia romana. Y en cuestiones dogmáticas estamos dando pasos atrás, por ejemplo, en la forma ingenua de tratar la Resurrección de Jesús, como si fuera un cuento para niños, que no se hacen ninguna pregunta. Y se oculta que en los años cincuenta el gran pensador católico francés Jean Guitton, profesor grandemente respetado por Pablo VI, y nombrado auditor del Concilio Vaticano II, publicó un libro definitivo sobre este misterio de Jesús (El problema de Jesús), publicado en España con censura eclesiástica, donde decía algo indudable: "A mí me parece que Tiberio, Tácito, Filón, Pilato, Josefo, si hubieran estado presentes en la sala en que Jesús se aparecía, no habrían percibido nada". Ése era -para él- un hecho real, pero no histórico, en ese sentido de no ser visible para un observador cualquiera. Es lo que 30 años después dice el teólogo Luis González Carvajal en su Teología para universitarios, que la Santa Sede le ha dedicado cuidadosa atención, y no lo ha prohibido, pues ya santo Tomás dijo que los apóstoles tras la resurrección vieron a Jesús sólo con "los ojos de la fe".

Otro problema es lo que quiera decir la divinidad de Jesús. Tendríamos que hacer un replanteamiento actual para que entendiéramos los católicos lo que se quiso decir en el discutido Concilio de Calcedonia. ¿Es quizá la idea hindú de un avatara supremo?

Y en España han venido las horcas caudinas a intentar paralizar la libertad de diálogo y de pensamiento de nuestros teólogos, y pocos son los que se han librado de ello de un modo u otro. La mayoría está sometida a la fuerza coactiva de la jerarquía eclesiástica, y muy pocos se desprenden de ella, como se siente libre el secretario de la Asociación Juan XXIII, Juan José Tamayo, pues no está sometido por esas ataduras eclesiásticas de los demás. Y al cual tengo que agradecer, como cristiano independiente que me considero, la labor ejemplar que está realizando fuera y dentro de esta asociación.

Veo difícil en nuestro país esa puesta al día que quería para la Iglesia Juan XXIII, aunque ojalá me equivoque. Somos dados a los grupitos sectarios que se creen poseedores absolutos de la verdad. Yo, en cambio, querría ser discípulo de nuestro clásico Suárez, que decía algo que nuestros eclesiásticos olvidan en su conducta: "En casi todo es difícil conocer la verdad". Y ojalá estos jerarcas leyeran a nuestro místico del Siglo de Oro fray Juan de los Ángeles, que nos recordaba: "El que más sabe apenas sabe dos definiciones esenciales de cuantas cosas Dios creó". Algo que aprendí yo también del premio Nobel, el inteligente agnóstico Bertrand Russell.

Ante todo esto, en nuestro país tenemos que hacernos diálogo a todos los niveles, como decía el poeta Hölderlin, y repetía lo mismo Heidegger (Esencia de la verdad), o Vattimo (El fin de la modernidad).

¿Será algún día todo esto verdad en la Iglesia y fuera de ella? Piénsenlo los jerarcas eclesiásticos, los intelectuales y los políticos.

Enrique Miret Magdalena es teólogo seglar.

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