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¿Ruptura en la política exterior?

No deja de tener un cierto valor simbólico que haya sido en Atenas donde se ha firmado la quinta ampliación, sin duda la más arriesgada, ya que nadie puede prever el tipo de Unión que resultará de elementos tan dispares, pese a que, por muy distintos motivos, algunos incluso incompatibles entre sí, todos los países comunitarios la han considerado tan ineludible como urgente. Aparte de los muchos asuntos, los diplomáticos hablan de flecos todavía por resolver para que la Unión pueda funcionar en su nueva configuración, el más grave y decisivo, las relaciones de Estados Unidos con una Europa Unida, queda fuera de las preocupaciones de la Convención. Es cuestión de tanta envergadura que los gobiernos europeos han estado empeñados en mantener en la penumbra (de lo que verdaderamente importa no se suele hablar) hasta que la invasión de Irak la ha colocado en un primer plano.

Las relaciones con Estados Unidos es el tema principal de la política exterior, no sólo de la Unión en su conjunto, sino de cada uno de los Estados miembros; incluso cabría decir que de todos los Estados, tal es la hegemonía que Estados Unidos ejerce en el mundo. Llevando las cosas a una caricatura extrema, pero muy ilustrativa, cabría decir que sólo una gran potencia puede permitirse el lujo de una política exterior propia, y si por un trecho, no se sabe qué largo, sobrevive una sola, únicamente Estados Unidos tendría una política exterior; la de los demás países se reduciría -y en tanto mayor medida según disminuya su importancia- a las relaciones bilaterales con la gran potencia.

La preeminencia que en nuestra política exterior tienen las relaciones con Estados Unidos no afecta a España en mayor medida que a otros países comunitarios, aunque cada uno tenga un ámbito de juego distinto, siempre bien delimitado. Ahora bien, que en el meollo mismo de la política exterior, las relaciones con la potencia hegemónica, se haya producido un fortísimo encontronazo entre Gobierno y oposición, y no sólo con la parlamentaria, sino con la mayor parte de la sociedad española, esto sí que parece exclusivo de España.

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Cabría haber optado por esta o aquella política, pero en ningún caso se entiende que se haya producido semejante desencuentro. Debido tanto a las coordenadas geopolíticas en las que se inscribe -no cambian los países vecinos ni los intereses básicos- como al escenario en el que actúa, que se modifica muy lentamente, como es bien sabido, la continuidad caracteriza a la política exterior sin que deje margen para un enfrentamiento entre Gobierno y oposición. Que, sin embargo, contra toda razón y verosimilitud se haya producido, pide una explicación.

Empero, en vez de un análisis plausible de cómo ha podido ocurrir tamaña colisión, nos tropezamos con reproches mutuos. La oposición acusa al Gobierno de haber roto, sin dar razón alguna ni haber consultado con nadie, con la política exterior de la España democrática. El Gobierno censura a la oposición no haber querido dialogar por motivos exclusivamente electoralistas, quebrantando así el principio fundamental de no debilitar la política exterior con críticas internas. Como se ve, se enfrentan dos acusaciones graves, sin que sepamos muy bien a qué atenernos.

La cuestión clave que hay que dilucidar es si realmente se ha producido una ruptura en el tema crucial de nuestras relaciones con Estados Unidos. La alianza, llamémosla así, con Estados Unidos es una constante de nuestra política exterior, que heredamos del régimen anterior y que la transición no ha modificado sustancialmente. El que Estados Unidos por conveniencias de su política anticomunista prolongase el régimen de Franco treinta años explica en buena parte el distanciamiento crítico, para decirlo diplomáticamente, que caracteriza a amplias capas de la sociedad española; en España, como ocurre también en buena parte de nuestra América, Estados Unidos no ha ejercido el papel de libertador, más bien al contrario, ha sido el factor incuestionable de que durasen dictaduras conservadoras. Cualquier intento serio de recuperar las bases militares que el franquismo tuvo que ceder, simplemente para poder sobrevivir, hubiera supuesto un peligro gravísimo de desestabilización. El intento de entrar en la OTAN negociando unos mínimos (devolución de Gibraltar, integración de Ceuta y Melilla en el área de la Alianza Atlántica) facilitó de alguna manera el 23-F, como quedó patente al ser la mayor y más inmediata consecuencia de aquel golpe fallido que con gran precipitación entrásemos en la OTAN. No hubiéramos ingresado en la Comunidad Europea si previamente no hubiéramos sido miembros de la OTAN; nuestra integración en Europa se hizo por la vía atlántica, de modo que nuestro europeísmo tenía como sustrato nuestro atlantismo. Y en esto tampoco nos diferenciamos de la mayor parte de los socios comunitarios.

Mientras funcionaron sin mayores problemas las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Europea, nuestras relaciones bilaterales no han presentado mayores problemas, llegando incluso a desaparecer de la perspectiva de muchos. En la primera guerra del Golfo, en las intervenciones militares en los Balcanes, Estados Unidos contó con el apoyo de Europa, aunque en algún caso las operaciones no fueran sancionadas por la ONU. Toleramos las llamadas "guerras humanitarias", que no encajan en el derecho internacional, y tal vez hubiéramos terminado por aceptar el concepto de "guerra preventiva" si Estados Unidos no hubiera querido aprovechar la oportunidad para dividir a Europa, con el fin claro de reconducir su proceso de integración. El hecho es que Estados Unidos todavía no ha asimilado la aparición del euro y corre la voz que el mayor delito de Sadam Husein es haber amenazado con vender su petróleo en euros. ¿Puede imaginar el lector lo que supondría para Estados Unidos que los países exportadores de petróleo lo facturasen en euros? Malo es que exista esta posibilidad, por teórica que fuere.

En rigor, la política exterior de España no ha cambiado en su línea europeísta a fuer de atlantista, lo que sí ha cambiado es la compatibilidad que anteriormente existía entre ambas. Para sorpresa de tantos -puede que incluya hasta al presidente del Gobierno-, se ha llegado a la situación, hasta hace poco inverosímil, de tener que elegir entre Estados Unidos y algunos Estados de la Unión Europea. El canciller Schröder, acuciado por la alta probabilidad de perder las elecciones, trató de arrebatar la bandera pacifista al PDS -el partido a su izquierda que, mientras parlamentariamente exista, hace muy difícil que se consolide la posición de la socialdemocracia- proclamando que no apoyaría la guerra que Estados Unidos preparaba en Irak. La verdadera sorpresa consistió en que después de haber ganado las elecciones con esta estratagema la Administración estadounidense se mostró irritada sin admitir la menor excusa, empujando a Alemania a que mantuviera el desafío. Nadie contaba tampoco con que al final Francia pudiera ejercer su derecho a veto en el Consejo de Seguridad; entre aliados amigos se habla hasta encontrar un acomodo. Estados Unidos no sólo no negoció, es que ni siquiera dio a Francia la oportunidad de que utilizase su veto. No deja la menor duda de que, o bien los europeos se someten a su voluntad o bien se rompe la Unión en una parte fielmente atlántica, que desde un principio ha encabezado el Reino Unido, y otra que gira en torno al eje Francia-Alemania, que es, precisamente, el que, buscando una mayor autonomía ante la potencia hegemónica, ha sacado el euro adelante.

En esta nueva situación, ¿en qué puede consistir la continuidad de la política exterior de España?, ¿en declararse más atlantista que europeísta?, o ¿más europeísta que atlantista? Las dos opciones implican una ruptura con graves consecuencias, pero parece que la continuidad se inclina más bien a favor de la opción atlántica, que, indudablemente, es la más antigua, ya que proviene del franquismo y se ha mantenido en la etapa democrática.

Imaginemos que sea acertada la hipótesis de que Estados Unidos está interesado en demoler la posibilidad misma de una Unión política en Europa, convencido de que para sus intereses estratégicos de alcance mundial basta con la económica, y a ser posible sin una moneda común. Se entiende entonces que, por un lado, los alemanes, tan dependientes de Estados Unidos, sobre todo en materia de defensa, no salgan de su asombro ante el hecho de que el Gobierno alemán, por más que lo ha intentado, no haya podido escapar a la dinámica que desencadenó él mismo al distanciarse por razones electoralistas de la política estadounidense en Irak. Por otro, no cabe descartar que España no hubiera sido presionada a que apoyase la guerra en Irak, no tanto por su posible aporte (el entusiasmo de Aznar no ha servido ni siquiera para atraer a los dos países latinoamericanos con voto en el Consejo de Seguridad), sino como un elemento del resquebrajamiento de la Unión Europea. Y las presiones, si han existido, nunca se reconocen abiertamente, menos se comentan con la oposición, en el buen entendimiento de que ésta, si es responsable, se percatará y sin lanzar las campanas al vuelo obrará en consecuencia.

Si prestamos alguna atención a los puntos neurálgicos que debilitan a España -cada país tiene su talón de Aquiles-, es fácil discernir en el norte, el terrorismo de ETA, y en el sur, la herida abierta de Gibraltar y sobre todo las relaciones con Marruecos. Si en la lucha antiterrorista no podría juzgar si dependemos más de Francia que de Estados Unidos, y en la cuestión de Gibraltar, al reconocer la cosoberanía del Peñón sin nada a cambio, evidentemente, hemos retrocedido; en fin, como puso de relieve el conflicto por el islote Perejil, es obvio que poco podemos hacer -Europa no existió y Francia no estuvo de nuestro lado- sin el apoyo de EE UU en nuestra política respecto a Marruecos, cuyas reivindicaciones, apoyadas por una gran potencia, podrían alcanzar hasta las Canarias.

La oposición pone énfasis en que si existe una diferencia sustantiva entre la política exterior del franquismo y la de la democracia, en la que ya insistió Fernando Morán en 1980 en su libro Una política exterior para España, a saber, que en la etapa democrática se ha tratado de evitar en lo que se ha podido la anterior satelización de nuestra política exterior dentro de la órbita de Estados Unidos. Habrá entonces que reconocer que, al supeditar, de una manera ridículamente mimética, nuestra política respecto a Irak a la voluntad imperial de Estados Unidos, sí se ha producido una ruptura importante, pero, como podría alegar el Gobierno, debido, en último término, a un cambio sustancial de las relaciones de Estados Unidos con Europa y a la debilidad de nuestra posición en las cuestiones conflictivas que directamente nos atañen. En último término, estar del lado del vencedor y haber evitado algunos peligros seguros no es una mala política. Cierto, si no se hubiera pagado el altísimo precio, como cargada de razón resalta la oposición, de haber contribuido a destrozar la ONU, romper la Unión Europea y secuestrar el derecho internacional. Al tratar de salvar los trastos que quedaban de una mala política respecto a Gibraltar y Marruecos, el Gobierno ha hecho realidad el mayor riesgo que hemos tratado de evitar en los últimos 25 años, la satelización total de nuestro país.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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