Naturaleza negada
Defiendo desde la impiedad que la violación tendrá también algo que ver con el sexo y no exclusivamente con la opresión de la mujer, como sostiene el feminismo enragé, pues la tozuda realidad prueba de modo inmisericorde que los violadores castrados químicamente con Depo-Provera no reinciden. Con parecido descreimiento sostengo que el clamor de muchos medios de comunicación y sus organismos de control contra la exposición de la violencia es inane, pues los canadienses, que ven los mismos programas de televisión que sus vecinos, cuentan con una tasa de homicidio cuatro veces inferior a la estadounidense. Tomo ambos ejemplos del último libro de Steven Pinker (The blank slate. The modern denial of human nature, Viking Penguin, 2002), un libelo premeditado y provocador. Este psicólogo canadiense y profesor del Instituto de Tecnología de Massachusetts lleva años empeñado en contrariar el código cultural dominante, un credo cuyo primer dogma reza que los seres humanos somos de una plasticidad absoluta, maleable a discreción del hálito benéfico de guardianes intelectuales de toda laya. No albergo dudas sobre el éxito de la empresa: muchos resultarán fastidiados. Pinker ha escrito un libro torrencial y desordenado desde el que arroja sin respiro verdades del barquero sobre la esforzada legión de los defensores del dogma culturalista: los humanos, predican estos últimos, carecemos de naturaleza, pues somos una construcción social.
El psicólogo canadiense Steven Pinker se opone en su último libro a las tesis culturalistas sobre la naturaleza humana
El alegato contrario de Pinker en defensa de la naturaleza humana repasa las ideologías del siglo XX, que, unánimes en sus luchas por la construcción de un hombre nuevo, comprobaban, generaciones más tarde, cómo el viejo renacía para recordarnos a todos lo mucho que nos parecemos a nuestros abuelos.
La bestia negra de Pinker es una reducción de las doctrinas debeladoras de la naturaleza humana a tres ideas: primera, que al nacer, nuestra mente es un libro en blanco sobre el que cabe escribir a voluntad nuestro futuro; segunda, que llegamos al mundo inmaculados, como buenos salvajes a quienes luego moldea nuestro entorno; y, tercera, que ningún tipo de condicionante biológico puede limitar la infinita potencialidad de nuestra alma inmortal. Pertrechado con medio siglo de avances en genética, biología evolucionaria o psicología cognitiva y exagerado hasta los tuétanos, el biologismo social de Pinker es el propio de un converso cuyo anarquismo adolescente falleció de muerte súbita el 17 de octubre de 1967, cuando la policía de Montreal hizo huelga mientras la ciudad enloquecía en medio de un frenético saqueo (página 331) y, de golpe, comprobó que no somos buenos, al menos, no por naturaleza. No hay anarquía sin pillaje, como ahora acaba de descubrir una joven generación.
Partidario de una visión trágica de la naturaleza humana, Pinker se opone con uñas y dientes a la que él mismo denomina la visión utópica, es decir, al escorzo rousseauniano del hombre de plástico. Acierta cuando denuncia la deriva autoritaria de la cultura dominante, pues si la condición humana fuera maleable a voluntad de nuestros pedagogos y conociéramos con certeza las verdades morales básicas, nada más na-tural que fulminar a herejes y pervertidos y perseguir todo discurso que pudiera torcer el rumbo marcado para nuestras vidas. Y remacha el clavo cuando denuncia la resistencia a confrontar nuestros prejuicios culturales con la realidad: con santa razón sostiene que la distorsión sistemática de la realidad no es producto de ninguna construcción social, sino la consecuencia atroz de un desorden psicótico grave, la esquizofrenia, enfermedad terrible de quien confunde la realidad con sus ideas.
Pero si uno lee los libros de estilo y las cartas al director de nuestros periódicos nacionales, la impresión es que la policía del léxico controla la realidad, por más que esta última no parezca haberse plegado al intento de ser sustituida por un catálogo de buenas palabras.
Mas frustra en gran medida su intento la suicida y característica propensión de todo abogado aficionado consistente en aplastar el muy buen argumento inicial en defensa de su tesis bajo el peso de docena y media de malas razones: así, es plausible esgrimir estudios que mues-tran el paralelismo de la conducta de gemelos idénticos criados en ambientes dispares, pero no lo es continuar con un brindis al genoma humano para rematar la faena con comentarios de Woody Allen sobre lo magro del sentido del humor de los apaches (páginas 47 y siguientes).
Otros libros recientes sobre la querella secular entre trágicos y utópicos son más equilibrados (por ejemplo, Matt Ridley, Nature via nurture: genes, experience and what makes us human, Harper Collins, 2003), pero del intento acaso malogrado de Pinker queda su alegato básico a favor las exigencias últimas e inapelables de la cruda realidad: si algo nos enseña la historia del siglo XX es que los humanos de todas las culturas saben muy bien, impíos ellos, adónde emigrar, digan lo que digan sus profetas.
Al final, todos sabemos qué votar. Aunque sea con los pies.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.