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REDEFINIR CATALUÑA
Columna
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El globo de Sant Jordi

Reconozco que la tentación me ha rondado. No tanto por el gusto de responder -sinceramente, no tengo la tendencia- como porque siempre duele una mentira. Y como Ernest Maragall, en el alegato de sí mismo que hizo el lunes pasado en este periódico, a raíz de las muchas críticas que ha recibido el carpetazo socialista a la comisión de las encuestas, mintió (como mínimo sobre mí), una se plantea que quizá habría que decirlo. Pero entraríamos en un ejercicio inútil y seguramente aburrido de dimes y diretes que tampoco tendría demasiado interés público, de manera que lo dejo donde ya lo dejé: mi querido Ernest -querido, a pesar de todo-, lo del PSC con la comisión de las encuestas ha sido de manual. De manual de escándalo. Y una está convencida de que sobre esos pasteleos no se asientan credibilidades demasiado sólidas. No se asientan, en todo caso, para bien de la buena política. Hay un abismo entre ganar el poder y perpetuar las miserias del poder. Para lo primero, estáis más que preparados. Pero es en lo segundo donde os jugáis el crédito moral, y de momento, ese crédito no se gana burlando al Parlament, impidiendo una comisión de investigación y permitiendo una salida falsa al partido que gobierna. Cuidadín.

Para cuidadín el del día que acabamos de pasar, ese Sant Jordi ritualizado que nuevamente ha sacudido nuestras pobres vidas iletradas y nos las ha inundado de materia pensante. O eso dicen. ¿Es Sant Jordi el gran día del libro, la fiesta de las letras, el estandarte de nuestra culta, leída y trabajada Cataluña? ¿O es un puro espectáculo mercantil que vende libros como si vendiera camisetas del Barça, pósters de Beth, fuets de Vic o, directamente, santos de Olot? Una excusa para hacer pela larga, como la excusa antropológica que se montaron algunos con la Feria de Abril para poder vender chorizos a mansalva y hacerse realmente ricos a costa del folclor. En este país nuestro, tan freudiano en sus complejos existenciales, nos tenemos que inventar excusas cultas para tapar nuestras ignorancias endémicas y así evitar hacernos preguntas incómodas. Las preguntas son, sin embargo, tan incómodas como éstas: ¿este país lee?, ¿este país es culto?, ¿este país tiene un tejido intelectual sólido y una masa social crítica, ilustrada y literariamente comprometida? Perdonen ustedes pero, lectora impertinente como he sido del bueno de Espriu, me creo más bien que la patria se acerca a lo de covarda, vella i salvatge de la realidad que a lo de neta, noble i culta del mito ancestral. Más cerca del Càntic a la taverna del irónico Pere Quart que del càntic a la biblioteca. Editamos muchísimo, casi como locos: 21.000 libros editados en Cataluña, según datos de 2000. También somos el trozo de mundo con más premios literarios por metro cuadrado, y si nos creyéramos las bondades de la Gran Enciclopedia, seríamos una especie de paraíso de la poesía. ¿Dónde hay más poetas que en Cataluña? Y para colofón del orgullo nacional, dedicamos un día al libro. Pero, como buenos cultivadores del diseño, lo nuestro es puro diseño o, mejor aún, bolerianamente hablando, puro teatro. La realidad es bastante más cruda: se edita tanto como se tira, en una especie de vorágine editorial que no tiene otro sentido que el de la asfixia por inundación: casi sesenta novedades editoriales por día. Díganme cómo se digiere tal locura. Al mismo tiempo, se lee poquísimo, fina contradicción que dice mucho de nuestra extraña personalidad. Y para colmo, éste es uno de los países que menos caso hacen a sus escritores, que más rápidamente se olvidan de sus clásicos y que, a pesar de convertir en poeta nacional a todo poeta muerto, no tienen ningun interés ni por la poesía muerta ni por la viva. Mucha épica, pero poquísima cultura. Y sobre todo, más ruido que nueces. Sólo hace falta analizar con mirada objetiva las políticas culturales que ha practicado nuestra Generalitat durante más de dos décadas para calibrar lo mucho que preocupa la cultura en este país... Más o menos está a la altura de la preocupación por la lengua que habla el Pato Donald. La cultura es la última de las prioridades, la última de las preocupaciones y el punto de cachondeo de todo político que se precie; pero, eso sí, en los discursos, en las verborreas patrias, en las radiografías del Cataluña sense fronteres, éste es un país culto.

Como dicen que lo es y como, encima, acabamos de vivir la apoteosis de Sant Jordi, habrá qué preguntarse de qué hablamos cuando decimos que hablamos de cultura. Para ello sólo hace falta mirar la lista de los más vendidos del día. Dos cositas previas: una, la capacidad con que cualquier empresario editorial listillo nos cuela su lista de más vendidos -que le pregunten al pillín de Alzueta- y todos a tragar. Puede que el libro más vendido del día sea Cómo decorar su jardín, pero quedaría tan mal en el telenotícies... Y dos, que me encanta que algunos grandes genios de la comunicación, como el magnífico Buenafuente, vendan como rosquillas. Demuestran inteligencia comercial y, sobre todo, una enorme capacidad de reírse del mundo a carcajadas. Pero todo ello, el jardín, el amigo Buenafuente, las recetas de l'àvia Remei, ¿qué tienen que ver con la cultura? Incluso cuando se vende un Javier Cercas multitudinariamente, ¿se vende una gran novela o se vende un objeto de decoración?

Si la cultura es eso, lo que pasa por Sant Jordi, una lo entiende todo. Hemos confundido la cultura con los fuets. Y claro, como comemos mucho fuet, nos hemos creído que somos cultos. Pero somos muy ignorantes, queridos. Lo somos tanto que incluso ignoramos que lo somos.

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