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LA BARCELONA QUE SOMIO | Los alcaldables en el aula de EL PAÍS
Columna
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Aplicado candidato

Quienes sólo le conocen a través de fotografías o de la tele suelen ver en él a un cliché made in PP. Es en esas imágenes, en esas frases estereotipadas -"las personas son lo más importante", "mi ilusión es trabajar por Barcelona", "daremos la gran sorpresa en las municipales"-, un prototipo bien definido: ese candidato ideal y dócil a un libro de instrucciones de mercadotecnia política. No asustar, no destacar, no pasarse, ajustarse a las instrucciones de la superioridad, aguantarlo todo e incluso despersonalizarse para que el elector medio pueda identificarse con alguien que, según las apariencias, no cometerá ninguna barbaridad.

Visto de cerca, escuchado atentamente durante casi dos horas, interpelado con libertad, el chico modelo de candidato pepero adquiere una admirable y enternecedora dimensión de resistente vocacional, de indoblegable estudiante aplicado y de corredor de fondo político. No lo dijo, pero está claro que este hombre joven, al que su partido no ha tratado demasiado bien a lo largo de 23 años de militancia todoterreno, piensa seguir políticamente en pie durante mucho tiempo. Pase lo que pase en las elecciones municipales, en Irak o en La Moncloa.

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"Barcelona no tiene que buscar referentes en otras ciudades"

He ahí la primera sorpresa: detrás del cliché hay un tipo aplicado en superar la adversidad. No se puede decir esto de cualquiera. La segunda sorpresa es más lógica: con algo de tiempo por delante, los clichés y la mercadotecnia van cayendo y el tipo empieza a decir algunas cosas de interés más o menos polémico. Se le pedía ayer que definiera la Barcelona de sus sueños y anoté que la ciudad "sea ella misma", "deje de compararse con otras ciudades" y "salga de la inercia". Claro que eso puede querer decir muchas cosas, pero no estaría de más tomarle la palabra al Alberto Fernández que surge tímidamente tras el cliché y entender que hay que derribar la muralla de convencionalismos políticos y sociales enquistados a lo largo de un cuarto de siglo.

Una cierta mirada crítica enlaza con la tradición barcelonesa más genuina, hoy algo olvidada. Las elecciones, en definitiva, también se hacen para mirarnos a nosotros mismos desde diversas perspectivas y corregir errores que son de todos. Nunca vienen mal ideas diferentes. Eso pensé ayer oyendo al candidato. Claro que, inmersos en un incesante torrente de palabras -el aplicado aspirante a alcalde es en eso incansable-, también podemos ponernos a delirar colectivamente pensando en privatizarlo todo, desde el zoo hasta la funeraria pasando por los aparcamientos. ¿Y luego, qué? Las buenas voluntades se dan por supuestas, pero de ellas está el infierno lleno. Y esto vale no sólo para este resistente de la política, sino para cualquiera que aspire a nuestra confianza. Los barceloneses somos así de desconfiados: plaza dura ésta.

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