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LA TRANSICIÓN EN IRAK | La vida en Bagdad

Los 'marines' aún no han retirado el retrato de Sadam en la frontera

Guillermo Altares

Irak debe ser uno de los pocos países del mundo donde los que tienen problemas para entrar son sus propios ciudadanos. En la frontera con Jordania permanece el retrato de Sadam Husein; pero los que están a cargo del paso son soldados estadounidenses, tanto marines como miembros de las fuerzas especiales. Los extranjeros, en su mayoría periodistas, enseñan sus pasaportes, reciben algún consejo de seguridad y siguen su camino. Los iraquíes, que vuelven con cuentagotas, son registrados a conciencia.

La autopista de tres carriles que une Bagdad con la frontera jordana (560 kilómetros de desierto) ha sido durante los más de diez años de embargo una de las principales vías para la entrada de mercancías en el país y su seguridad es clave para el aprovisionamiento y la comunicación con el exterior de la capital. En los días posteriores al desmoronamiento del régimen se produjeron varios robos en los alrededores de Ramadi, a unos 150 kilómetros de Bagdad. Ahora, las cosas parecen haberse calmado gracias a la presencia de soldados en varios puentes elevados (el lugar que solían escoger los salteadores de caminos para esconderse): su presencia es escasa, pero cunde por el armamento exhibido. Hay pocos restos de guerra; aunque un cráter en mitad de la autopista junto a un autobús acribillado es una prueba.

Los estadounidenses insisten en que, salvo la zona de Ramadi, la carretera está controlada. Incluso han empezado a retirar montículos de tierra que obligan a hacer zigzag en algunas zonas del camino. Las normas de tráfico son inexistentes: un vehículo que circula por dirección contraria es una prueba de ello. Todavía hay poco tráfico; aunque los autobuses han vuelto a circular, así como algunos taxis y vehículos privados cargados. Dos inmensos convoyes, formados por unos cuarenta camiones cada uno, escoltados por militares estadounidenses, recorrieron el trayecto sin problemas el martes.

En todo el camino hay dos gasolineras, aunque una de ellas no cumple las condiciones de seguridad: un camión cisterna llena bidones con una manguera en medio de un preocupante pestazo a combustible y de gritos sobre el precio por litro. La otra, en medio de la nada, tiene una fila de unos 20 vehículos. Está llena de perros famélicos: pertenecían a los habitantes de una urbanización cercana construida por el régimen para agricultores destinados a trabajar en parcelas de desierto irrigadas, que fue abandonado al empezar la guerra. Por el desierto, junto a la autopista, de vez en cuando pasan inmensos rebaños de cabras con sus pastores. Los pocos pueblos que se cruzan durante el trayecto parecen abandonados. Sólo cuando los bosques de palmeras anuncian el Éufrates aumenta la densidad de población; aunque es justo allí, según los soldados estadounidenses, donde arrancan los problemas.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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