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Columna
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Madrid en guerra

La guerra ha vuelto a la primera página del periódico, pero esta vez las noticias no vienen de Washington, ni de Bagdad, no es una guerra lejana, ni tampoco global, se trata más bien de una guerra tribal que algunos quieren hacer pasar por una guerra colonial, una guerra que estalló sin que nos diéramos cuenta y en la que estamos involucrados, sin saberlo, usted y yo, porque la guerra, declarada hace unos días por uno de los caciques tribales durante la celebración de su fiesta patriótica es la de los vascos contra Madrid.

El jefe Arzalluz cruzó la frontera de Hendaya para celebrar el Aberri Eguna, el Día de la Patria Vasca, y proclamó iluminado en San Juan de Luz la guerra santa y permanente contra Madrid. Dicen que el nacionalismo se cura viajando, pero el cacique no fue muy lejos, no salió de la casa común, de ese país vasco francés que el estado galo no reconoce ni siquiera como una provincia única por lo que pueda pasar. Cuando el conflicto con Madrid termine, cautivos y desarmados los madrileños, los gudaris del generalísimo Arzalluz, que nunca ganaron una guerra, habrán cumplido sus últimos objetivos militares y estallará una paz cuya onda expansiva desgajará de cuajo Euskal Herria de la península. Claro que para completar definitivamente su aislamiento, los nacionalistas tendrán que librar la última batalla contra París.

Entre tan sombrías predicciones para los vencidos, un atisbo de esperanza, los vencedores no instalarán, como han hecho los yanquis en Bagdad, un gobierno provisional, ni se ocuparán de la reconstrucción del país. En cuanto terminen las hostilidades, los vencedores volverán a toda prisa a su feudo para construir empalizadas, alambradas espinosas y muros de contención contra la marea foránea. Desde altas torres de vigilancia, hostiles centinelas con el ceño fruncido otearán el horizonte, atentos al menor movimiento de los enemigos que seguirán rodeándoles por todas partes, al acecho, a la espera de cualquier signo de debilidad que les dé una nueva oportunidad para invadir su sacrosanto territorio, un verdadero paraíso terrenal hasta que en un descuido de Dios, que siempre está de su parte, se coló entre sus selvas un demonio extranjero disfrazado de serpiente que hablaba raro.

En lo que a mí respecta, como madrileño, enrolado sin querer y sin previo aviso, en esta cruzada de liberación de Euskadi, he de confesar que me pillan bastante desmotivado, profundamente afectado por ese síndrome del "derrotismo bélico" que tan bien define el borrador del nuevo Código Militar, por supuesto, que recomienda una terapia de uno a seis años de prisión para los casos más graves. Me siento desmotivado, desmovilizado y temeroso, pues circula el rumor de que el ministro de Defensa podría aplicar con efecto retroactivo la ley, y en tal caso me tocaría seguramente compartir barracón con cientos de miles de madrileños, todos enfermos y culpables de derrotismo bélico, delito en el que incurre: "El que en situación de conflicto armado internacional en el que tome parte España, con el fin de desacreditar la intervención de España en él, realizare públicamente actos contra la misma".

Derrotista bélico suena bastante peor que pacifista, una palabra que aún conserva reminiscencias positivas en muchos oídos. Si el Código Militar hubiera castigado el delito de pacifismo, las críticas no se hubieran hecho esperar, pero condenar el derrotismo bélico es otra cosa, porque a nadie le gusta ir por la vida con la etiqueta de derrotista, de perdedor en un mundo de triunfadores olímpicos y apolíneos.

Me declaro derrotado de antemano en cualquier conflicto bélico venga de donde venga, de Bush a Arzalluz pasando por Aznar y Federico Trillo. Derrotado y derrotista, no pienso enrolarme en las legiones madrileñas del Mayor Oreja por mucho que el caudillo Arzalluz y su Lehendakari Ibarretxe me lo recomienden. Ya les digo que no tengo ni cuerpo, ni mente para ello, ni ardor guerrero, ni furor patriótico o nacionalista de ninguna clase. Ustedes ganan, todos perdemos.

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