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Columna
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Andrés Ortega

La nueva Europa está ya con nosotros. No es la de Rumsfeld. Es la de 25 (con los nuevos más atlantistas que europeístas, pero cambiarán), incluso la de los 40 que se juntaron en Atenas en la Conferencia Europa (¡ay, Mitterrand, cuya idea de una "Confederación Europea" fue denigrada!), la de la Carta de los Ocho, la descuajeringada por Irak, la del euro que ha resistido, la del Programa Galileo que no acaba de despegar. Es una Europa más diversa, de geometrías y alianzas variables. En plena crisis, Chirac se pudo reunir con Blair y estar en desacuerdo sobre Irak, pero a la vez, hacer planes comunes, aunque no del todo sinceros, para un futuro portaaviones. En el Consejo de Seguridad coinciden cuatro de los cinco países grandes de Europa (Francia y Reino Unido, como miembros permanentes; Alemania y España), más Bulgaria y Rusia, pero Europa ha estado ausente, pese a los esfuerzos españoles desplegados durante el año anterior por el mismo Gobierno que los echó a pique. Ahora, Europa intenta volver a estar en la mesa de Nueva York.

Debemos acostumbrarnos a la complejidad de esta Europa que ha de digerir su ampliación y su vecinidad. Aunque sería una solución para gestionar su creciente diversidad, no es previsible que vaya hacia un sistema federal, sino hacia otra cosa. También se relacionará con sus vecinos de formas múltiples. En un horizonte no tan lejano, habrá un gran mercado paneuropeo que incluya a Rusia y Marruecos. En Atenas ha quedado claro el limes de la UE. Pero no el grado de integración en la UE de los vecinos, que puede llegar a todo, salvo a las instituciones.

Ahora bien, para estabilizarse y no disolverse thatcherianamente en un mero (¡quién lo hubiera dicho hace 50 años!) gran mercado, incluso con moneda única, esta Europa necesita no sólo un tronco de sólidas políticas comunes, sino un núcleo duro de países que promueva una mayor integración política. Y éste no puede gestarse sino en torno a París y Berlín, abrazados en intereses cruzados más que compartidos aunque por primera vez desde 1945 en un asunto de seguridad, Alemania -y no sólo Schröder- eligiera situarse con Francia frente a EE UU. La opción por la Europa atlántica es una opción menos europeísta y periférica, en la que España, más que de puente con las Américas o a través del Mediterráneo, serviría de tibia avanzadilla del Imperio. Otra alternativa, que promueve Italia, la del núcleo de "los fundadores", no le conviene a una España, que, desgraciadamente, llegó después.

La construcción europea suele sacar nuevos ímpetus de las crisis, como la vivida. En todo caso, la UE va a cambiar profundamente, con la ampliación, con el euro (pues la opción de la coordinación, frente a la integración, de políticas económicas no ha dado los resultados esperados); o con la Política Exterior, de Seguridad y de Defensa, que no se podrá hacer a 25, ni siquiera a 15, dada la diversidad de las historias, percepciones e intereses de cada cual. Además, pese a las tentaciones en EE UU y La Moncloa de globalizar la OTAN, aunque ésta conserve la "O" de organización, con el 11-S y la crisis de Irak, la Alianza Atlántica ha visto desaparecer las razones geoestratégicas sobre la que se sustentó durante la guerra fría. Por primera vez los europeos van a tener que diseñar una política común, aunque no única, hacia Estados Unidos; una política sin servidumbre.

Una vez más, la gran cuestión es qué van a hacer los británicos. Tras el fiasco de la expedición franco-británica de Suez en 1956, detenida por Estados Unidos, París se volcó en Europa (el Tratado de Roma de 1957, armas nucleares propias y la retirada de la estructura militar de la OTAN). Londres, en un colosal error histórico, desestimó lo que estaba ocurriendo del otro lado del canal de la Mancha y se volcó hacia EE UU. Después de Irak, Blair tiene en sus manos entrar en el euro, y apostar por la defensa europea, aunque algunos, en el aislado Continente, vean en ello un caballo de Troya. Es la complejidad de la nueva Europa.

aortega@elpais.es

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