Tres semanas en manos iraquíes
Los siete prisioneros de guerra de EE UU recibieron un trato correcto y cambiaron de lugar con frecuencia
Los siete prisioneros de guerra estadounidenses temieron constantemente por sus vidas, aunque fueron, en general, bien atendidos. El rápido desarrollo de la invasión obligó a los iraquíes a trasladarles continuamente durante las tres semanas de cautiverio, hasta acabar en una casa particular bajo la custodia de policías que pagaban con su propio dinero la comida y las medicinas de los presos enemigos. Uno de esos policías topó el domingo con varios marines y les guió hasta la casa, para que les liberaran.
La aventura de cinco de los siete prisioneros comenzó el domingo, 23 de marzo, poco después del amanecer. Formaban parte del convoy de la Compañía de Mantenimiento 507 y no esperaban entrar en combate, ni mucho menos ser capturados: eran cocineros, mecánicos y oficinistas, personal de retaguardia enviado a posiciones supuestamente seguras. Pero el convoy se extravió y penetró en Nasiriya, una ciudad dominada por fuerzas iraquíes. "Estábamos como el general Custer", explicó el sargento James Riley a un reportero de The Washington Post. "No era una simple emboscada, era toda la ciudad contra nosotros".
Según sus testimonios, les disparaban desde todos los ángulos y la polvareda de la batalla, que duró unos 15 minutos, encasquilló los rifles. El soldado Edgar Hernández, de 21 años, fue herido en el brazo derecho. La soldado Soshana Johnson, de 30, recibió un disparo que le atravesó ambos pies. El soldado Joseph Hudson, de 23, encajó tres balazos, dos en las costillas y uno en las nalgas. El soldado Patrick Miller intentó defenderse con un rifle cuyo mecanismo de ráfaga estaba atascado. El sargento Riley, de 31 años, asumió la responsabilidad de izar la bandera blanca. Varios de sus compañeros estaban muertos. Supusieron que también lo estaba la soldado Jennifer Lynch, que, por razones desconocidas, fue capturada en solitario. Lynch fue rescatada de un hospital el pasado 2 de abril.
Los cinco fueron rodeados, golpeados y atados. La soldado Johnson, herida en los pies, explicó que cuando los iraquíes descubrieron que era mujer la trataron con deferencia y la ayudaron a moverse. Miller preguntó si iban a matarles, y le contestaron que no. Fueron llevados hasta Bagdad con los ojos vendados y encerrados en celdas individuales en un edificio con paredes de hormigón y techo metálico. Se les hizo vestir pijamas de presidiario azules y amarillos, se les dieron mantas de lana y fueron sometidos a interrogatorios inicialmente duros, salpicados de insultos y algún golpe. La alimentación nunca fue mala: dos o tres veces al día recibían té o agua, arroz, pan y a veces pollo. Los heridos fueron operados y bien atendidos.
Dos días más tarde, otros dos prisioneros llegaron a la cárcel. Se trataba de David Williams, de 30 años, y Ronald Young, de 26, pilotos de un helicóptero Apache derribado el 24 de marzo en una zona indeterminada del centro de Irak.
Los bombardeos estadounidenses se hicieron cada vez más cercanos a sus celdas y los iraquíes les sacaron de esa cárcel. Pasaron los días siguientes por varios edificios, públicos y privados, bajo una vigilancia cada vez más relajada y pudiendo reunirse con frecuencia. Su última prisión, una casa particular de Samarra, unos 120 kilómetros al norte de Bagdad, estaba vigilada por policías que pagaban personalmente la comida y las medicinas de los presos. La situación era extraña y los siete se convencieron de que habían sido olvidados y de que acabarían ejecutados. Así estaban el domingo, cuando alguien dio una patada en la puerta y gritó: "Los que sean americanos, que se levanten". Eran marines que viajaban hacia Tikrit y a los que uno de los policías iraquíes había preguntado si buscaban a los presos. El policía guió a los marines hasta la casa. Tres minutos después, los siete estaban a bordo de un helicóptero estadounidense.
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