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COPAS Y BASTOS
Columna
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Ciudad íntima

La campaña electoral ha comenzado: anuncios en los autobuses y, en los periódicos, encartes de propaganda. "Estimar Barcelona és estimar la gent", afirma el alcalde Joan Clos. Xavier Trias, en cambio, aboga por la "ciutat de les persones". Buscando diferencias entre gente y personas, leo: "Qui pensi que les biblioteques són un lloc fosc, avorrit i silenciós que passi per la nova biblio que tenim al barri, és més que guai". Lo afirma una de las jóvenes que ilustran la propaganda del PSC. Que Barcelona presuma de bibliotecas puede parecer un sarcasmo y sorprende que se insista en convertirlas en una fiesta, reduciéndolo todo al limitado adjetivo guai (hablando de adjetivos: no se pierdan la dinámica capacidad para la adjetivación que demuestra la periodista Irene Polo en el libro La fascinació del periodisme). Pero volvamos a las bibliotecas: ¿qué tal si, en vez de ser guais, tuvieran más recursos y horarios acordes con los del consumidor? Y sin embargo, la lista de las 800 actuaciones efectuadas por el Ayuntamiento en los barrios confirma que los impuestos sirven para mucho más que para practicar el autobombo.

A punto estoy de sufrir un ataque de euforia hasta que leo la entrevista que Víctor M. Amela le hace a Anne Hidalgo, primera teniente de alcalde de París. Llevada por sus orígenes españoles, Hidalgo confiesa que, de Barcelona, envidia las palmeras, el mar y los chiringuitos. Eso quizá explique el hecho de que París venga sufriendo una alarmante mediterranización encabezada por la apertura de bares en los que, en teoría, se sirven tapas tipical spanish. Son locales en los que, a menudo, se mezclan especias mexicanas o asiáticas con recetas vagamente españolas (hay honrosas excepciones, como el Pakito, 11, Rue Rougemont, o el Bellota Bellota, 18, Rue Jean-Nicot). El fenómeno no sólo es parisiense. Algunos bares de tapas de Barcelona son un ejemplo de cómo, en nombre de lo mestizo, se desvirtúan las tradiciones culinarias. En cuanto al mar, la Administración municipal de París está intentando convencer a sus ciudadanos de que a orillas del Sena se puede estar casi tan bien como en el paseo Marítim. Han invertido dinero e imaginación en este admirable propósito, y casi lo han conseguido, aunque el invento requiera la complicidad de un consumidor capaz de fingir que aquello no es lo que es: la orilla de un río impresionante que le da personalidad a la capital. De las palmeras, mejor no hablar. Las que tengo delante de casa han vuelto a las andadas. Estos últimos días, empujadas por unas repentinas brisas de nada, han dejado caer unas cuantas ramas, a ver si le daban en la cabeza a un vecino. ¡Con lo bonitos que son los plátanos!

Tomando las ciudades como destino turístico, no obstante, tanto Barcelona como París han mejorado, como lo confirma el aumento de visitantes. Aunque, en ambas ciudades, los problemas subsisten (inseguridad, ocupación de espacios por minorías seudocreativas de territorios antiguamente abiertos a todos, masificación del turismo cultural, ruido, etcétera) y no parece que la vanidad sea el mejor modo de atajarlos. Sobre París, por cierto, hace unos meses salió un libro titulado De Paris à la lune, en el que su autor, Adam Gopnik, reflexiona sobre los años que, como periodista del New Yorker, pasó en la ciudad. Entre 1995 y 2000, Gopnik pudo saborear el carácter parisiense: su obsesión por la huelga, su gusto por el Tour, su tendencia a disfrazar de glamour lo que sólo es masificado espectáculo. Pese a la ironía utilizada y un punto de vista que permite observar la ciudad sin la pasión cegadora del indígena ni los reparos del contribuyente, el libro de Gopnik incluye alguna observación curiosa. Una, por ejemplo, dedicada a los anuncios callejeros de lencería, dice así: "La única excepción a la decadencia del erotismo parisiense son los anuncios de lencería. Siguen prosperando por los bulevares; los carteles -especialmente los de la marca Aubade- son para el transeúnte masculino heterosexual de una agresiva y desestabilizadora sensualidad; se distinguen de sus homólogos americanos por su ausencia de modernidad. Las mujeres se ven reducidas a sus componentes corporales, por decirlo de algún modo; los anuncios de Aubade aíslan los pechos, los muslos o las piernas de un modo tan escrupuloso como lo haría un manipulador del Kentucky Fried Chicken; cada parte se presenta envuelta en un pedacito de ropa íntima con blondas, en un escultural blanco y negro, muy Hurrell, con un lema irónico: "Norma número veinticuatro: fingir indiferencia". No sé cómo estará el erotismo de París, pero el de Barcelona está pletórico. Humildemente, pues, pido a todos los candidatos que se comprometan a mantener estos fantásticos anuncios de lencería que animan nuestra electoralista vía pública.

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