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Ecos de 'pequeñas guerras'

Enrique Krauze

"Yo les enseñaré a las repúblicas sudamericanas a elegir hombres buenos", dijo Woodrow Wilson en 1913. Antes de empezar esta guerra, George W. Bush insistió en que su propósito de fondo -además de desarmar a Sadam- era eso mismo: introducir la democracia en Irak y el mundo árabe. Al margen de las inmensas dificultades intrínsecas y coyunturales de ese proyecto, Bush habría debido conocer, al menos en sus líneas generales, la pesadilla en que terminó aquel sueño wilsoniano. Porque si bien en Europa las intervenciones estadounidenses del siglo XX (las dos guerras mundiales, Bosnia, Kosovo) tuvieron un sentido de liberación congruente con su esencia democrática, las que perpetraron en América Latina, antes y después de Wilson, fueron abiertamente imperiales y, por tanto, no sólo injustificadas, sino imposibles como fundamento democrático. Partiendo de esa ilegitimidad de origen, los Estados Unidos cometieron al menos tres errores históricos que vienen a cuento en la guerra de Irak, una guerra que con el apoyo de la ONU (en unos meses, agotadas todas las instancias, bien trabada en términos diplomáticos) pudo quizá haber sido (y parecido) liberadora, pero que en las circunstancias actuales es (y parece) manifiestamente imperial.

El primero consistió en ignorar (en el sentido de desconocer, descuidar, desdeñar) la historia, tradiciones, lenguas, arte, religión; en una palabra, la identidad de la América española. En el fondo de su actitud hubo un permanente contenido racista y una irresponsable despreocupación sobre el sentimiento de humillación que provocaba su presencia física, militar y política en estas tierras. "El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de 'Nuestra América", escribió Martí. Significativamente, Teodoro Roosevelt (que se hizo notorio en la guerra hispano-estadounidense en Cuba) no menciona siquiera a Martí en sus voluminosos escritos (algo parecido a no hablar de Washington al referirse a la independencia de Estados Unidos). Y esa ignorancia persiste hasta ahora: en Theodore Rex, su reciente y famosa biografía de Roosevelt, Edmund Morris no menciona a Rubén Darío. Habría que explicarle que se trata del célebre autor del poema A Roosevelt (1904), que condensa la percepción del estadounidense como una potencia insensible y ciega, "el futuro invasor de la América ingenua que tiene sangre indígena, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español". Esa ignorancia fue y sigue siendo un motivo central del sentimiento antiestadounidense en estos países. En una de sus estrofas finales, Darío profetizaba: "Tened cuidado. ¡Vive la América española! Hay mil cachorros sueltos del León español". Con el tiempo, esos "cachorros" crecieron y se llamaron Sandino, Che Guevara, Fidel Castro...

El segundo error fue casi un pecado: en sus primeras aventuras imperiales ("espléndidas guerras pequeñas" las llamó el secretario de Estado John Hay), Estados Unidos olvidó y aun traicionó sus propios principios democráticos. En aquel poema, Darío concedía a Estados Unidos "un algo de Washington y cuatro de Nemrod" (Nemrod es el legendario cazador del Génesis). La imagen se comprobó muy pronto en México, donde todos recordamos a Wilson, pero no a Woodrow, sino a Henry Lane, el embajador estadounidense que planeó el golpe de Estado que culminó en el asesinato, en 1913, del presidente Madero. Cruel paradoja: la mayor democracia de América derrocó al primer demócrata de México. No fue, como se sabe, el único caso. Los gobiernos de Washington no sólo archivaron sus ideales democráticos, sino que apoyaron a varios dictadores. Otra práctica común (que viene al caso ahora) fue el desprecio por los liberales del continente. Los patriotas cubanos, que creían contar con el apoyo estadounidense para la independencia de su país, fueron desplazados desde un principio y forzados después a aceptar el protectorado de su nación. A los liberales latinoamericanos, antiguos admiradores del "país del futuro", les ocurrió lo que a muchos marxistas en 1989: quedaron en un estado de orfandad. Unos cuantos solitarios siguieron habitando una estrechísima franja liberal, los más abrazaron una serie de ideologías cuyo denominador común era su aversión a la democracia liberal que el propio Estados Unidos había desprestigiado: chovinismo, fascismo, estatismo, populismo, militarismo, marxismo.

"Juntáis al culto de Hércules el culto de Mammón", escribió Darío. En Estados Unidos, la supeditación de la diplomacia a los grandes negocios (petroleros, azucareros) fue vista como algo normal, pero a muchos países y culturas les resulta, como es obvio, una repugnante muestra de codicia. La presencia de los marines rompiendo huelgas en el Caribe quedó en la memoria popular como un agravio mitológico. En el Macondo imaginario de García Márquez, la represión de la huelga contra la United Fruit en 1928 adquiere la dimensión, no del todo inexacta, de una plaga bíblica. Hasta en el equipo del "buen vecino" Franklin D. Roosevelt había secretarios con intereses azucareros en Cuba. "Nada indignaría más a los latinoamericanos", escribió el gran periodista liberal Walter Lippmann, en los años veinte, "y nada sería más peligroso para la seguridad norteamericana que Latinoamérica creyera que los Estados Unidos han adoptado, a la manera de Metternich, una política destinada a consolidar intereses creados que atenten contra el progreso social de esos países, tal como ellos lo entienden". Esa creencia desembocó en Cuba, y aún ahora, en 2003, sigue formando parte del imaginario colectivo. A partir de 1989, las "repúblicas sudamericanas" demostraron haber "aprendido" solas a elegir hombres buenos (o malos), pero a elegirlos libremente.

"Hay que conocer la historia para no repetirla", escribió el filósofo George Santayana, que por su origen español y formación estadounidense sabía de qué estaba hablando. Pero los gobiernos de Estados Unidos desprecian a sus profetas laicos y no han reflexionado mayormente sobre su pasado imperial. Por eso, en sus tratos con el mundo árabe incurrieron en errores similares. Concentrados en el imperio soviético, los ignoraron al grado de que sus agencias de inteligencia carecían de expertos en ese idioma. El desarrollo político de la región les era indiferente: atenidos a un miope inmediatismo, apoyaron al sha (su "dictador útil"), armaron a Husein para contrarrestar al ayatolá, armaron a Bin Laden para contrarrestar a los soviéticos, y tras la guerra de Kuwait abandonaron a su suerte a los kurdos del norte y los shiíes del sur. Y el hecho de que ningún diplomático haya visto (o querido ver) que el fervor fundamentalista (sus madrasas, sus grupos radicales) se financiaba con los inmensos caudales de Arabia Saudí (hasta hace poco, aliado y socio de los norteamericanos), prueba la pobreza de su percepción internacional debida, precisamente, a la ciega "diplomacia del dólar". Lo mismo cabe decir de los medios de comunicación: el 9 de septiembre de 2001, CNN dio de paso la noticia de la muerte de Massud (el enemigo de los talibanes) a mano de los secuaces de Bin Laden, pero ninguno de sus "expertos" advirtió o comentó el hecho.

Aun en el caso de una victoria militar, a los Estados Unidos les será imposible evitar el sentimiento de humillación, no sólo cultural, nacional e ideológico, sino religioso, que recorre el mundo islámico. En la imaginación histórica de su sector radical (para el cual los hechos ocurridos hace un milenio son memoria viva), las escenas del bombardeo de Irak y la ocupación de Bagdad, sede del antiguo califato, equivaldrán a un desastre teológico en cuya venganza trabajarán los "cachorros" de Bin Laden. ¿Cuántos más surgirán? Ésa es la gran pregunta. Si, llegado el momento (que puede no llegar o no consolidarse), los estadounidenses favorecen el establecimiento inmediato de un gobierno representativo en manos de los propios iraquíes, y si se abstienen de convertir Irak en una protectorado y respetan la soberanía de ese pueblo sobre su riqueza petrolera, lograrán quizá desactivar un poco la indignación. En ese escenario, y habida cuenta de la barbarie del régimen de Sadam, un sector de la opinión pública mundial comenzaría a darles el beneficio de la duda. Por desgracia, nada asegura el cumplimiento de ambas condiciones. "Los enemigos de un Irak democrático están en la CIA y en el Departamento de Estado", declaró recientemente Kanan Makiya, el más destacado intelectual liberal de la oposición iraquí.

Lo cierto es que aun el cumplimiento puntual de esas condiciones (democracia política y soberanía económica) sería insuficiente. Existen varias otras, indispensables: la exhibición de las armas iraquíes de destrucción masiva -en caso de que existan-, la convocatoria a la ONU para los trabajos de reconstrucción y una resuelta intervención en el conflicto entre Israel y Palestina. De no darse esa dificilísima conjunción de medidas creativas, otro profeta laico -Samuel Huntington- habrá tenido razón: el siglo XXI será, tarde o temprano, el del "choque de civilizaciones".

Enrique Krauze es historiador mexicano y director de la revista Letras Libres.

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