Pasajero en tierra extraña
Una y otra vez, el lector de ciencia-ficción escucha a Charles Manson cantar un demencial estribillo: "clang, bang, clang, clang". Es el disco de un pirado, no cabe duda. Estos días tienen algo de desquiciado y de diabólico. Parece que hayan resucitado los padres peregrinos del Mayflower; que, de nuevo, los jueces puritanos de Salem se hayan aliado en guerra contra el diablo. El lector de ciencia-ficción se exilia en la cocina de su casa y, apoyado sobre el silestone, pone fin a las últimas páginas de Forastero en tierra extraña, la novela de Robert A. Heinlein editada hace unos años en toda su salvaje extensión. El protagonista es un Mesías llegado de Marte. Se llama Smith, claro. Cuando lee a Shakespeare, a Smith le parece que Romeo se ha descorporeizado demasiado pronto. Se dice que Charles Manson tomó mucho de este libro para organizar su comuna, the Family. Religión y psicópatas a menudo se dan la mano. Al lector de ciencia-ficción le estremece imaginar a la Familia poseída por el misterioso Helter Skelter de los Beatles. Otra inquietante sensación le asalta en ese momento, ha recordado el retrato de Charles Manson con la esvástica tatuada en la frente. Se trata de una imagen confusa, pero no presagia nada bueno.
Coger el Bus Turístic en la ciudad de uno es errar como peregrino en tierra extraña. En la plaza de Lesseps, hay que tener cuidado con el túnel...
En esas ocasiones lo mejor es sentirse extranjero y errar por la propia ciudad como peregrino en tierra extraña. Alguien distinguió dos sistemas de locomoción fundamentales: los estáticos y los dinámicos. Los primeros son los que, aunque trasladan, al final dejan al pasajero prácticamente donde se encontraba. Aquí se incluyen la noria, los caballitos y, en cierto modo, el ascensor. El resto (trenes, barcos, aviones...) forma parte del segundo grupo. El lector de ciencia-ficción ha decidido huir de su ciudad y de sí mismo a bordo de un Bus Turístic. La larga cola de japoneses, italianos, alemanes, etcétera, que se ha formado en la plaza de Catalunya de Barcelona consigue que desde el primer minuto se sienta hasta lo más profundo un extraño entre extraños. Empieza bien la cosa. Una mujer vestida con un hábito le pide dinero en inglés para su Iglesia contra el abuso de la droga. Parece una secta especializada en turistas. Bajo la marquesina, el acordeón de un inmigrante despide a los viajeros con el aire triste de una mazurca.
En situaciones de soledad extrema surgen las grandes preguntas. Por ejemplo, ¿qué significará un día en japonés? El acompañante del conductor ha dicho a los japoneses: "¿Billete para un día o para dos?", y se han tirado media hora repitiendo entre risas: "Un día, un día". Subiendo por el paseo de Gràcia, el guía explica con entonación de tómbola que se encuentran en "una de las calles comerciales más caras de la ciudad". Está mal que un hombre se ría solo en el autobús. Todo esto ocurre en el piso superior, sector pulmonía. El sol aún es frío. Los árboles de la plaza de Joanic ya han florecido. Son dos deliciosos ejemplares de árbol del amor (o árbol de Judas, pues se dice que en uno así se ahorcó el desdichado apóstol y que por eso crecen torcidos). Han llenado ese rincón de la plaza de violeta como se llenan de las mismas flores los jardines de la Bomba en Granada. Desde lo alto del bus se puede mirar a los Hyundai por encima del hombro. Pero lo que queda más a la vista en esta situación son los banderines publicitarios que cuelgan de las farolas, y las pancartas contra la guerra que estos días han llenado los balcones de Barcelona. "Aturem la guerra", "no a la guerra", los eslóganes se suceden de barrio en barrio y desaparecen en cuanto se entra en la Bonanova y en Pedralbes. Acaso, en alguna solitaria barandilla puede leerse el rótulo de "finca en alquiler". A medida que el Bus Turístic abandona la zona alta, las mujeres elegantes se van viendo sustituidas por señoras gordas con carritos, y de nuevo florecen la vida y las pancartas contra las bombas.
Cada vez que el guía pronuncia el nombre de Gaudí, un revuelo de videocámaras digitales se desplaza de un costado a otro del autobús. En la calle de Sardenya, la tensión se hace enorme. A la que se distingue la Sagrada Familia, empiezan a llover las fotografías sobre la fachada de Subirachs. El bus se aleja por la calle de Mallorca sin que nadie haya podido ver la otra cara, la que hizo el anciano Gaudí, a no ser que se apee del autobús y le dé la vuelta completa al templo. En el turismo, esto se sabe desde los Juegos Olímpicos, lo importante es participar. A Joan Miró los pasajeros no lo conocen tanto. Pasan junto al monumento Dona i ocell y alguno observa intrigado, pero el guía no dice ni pío al respecto. Se entiende que es un hombre prudente y que sólo toma la palabra cuando de verdad hace falta. Así, en la desembocadura de la Travessera de Dalt a la plaza de Lesseps, advierte en tres idiomas: "En el piso superior, cuidado con el túnel". Los pasajeros se encogen sin perder la compostura y miran dubitativos hacia arriba. El lector de ciencia-ficción lleva ya un buen rato sin ser él, ajeno a todo, y eso le reconforta. Pero piensa que lo que de verdad le gustaría es volver a pasearse por Barcelona en bicicleta, en pie sobre las palomillas de la rueda trasera, sujeto a los hombros del amigo que lleva el manillar. Sentirse auténticamente extraño, él sin concesiones.
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