El gran crispador
A este paso, Aznar dejará España con una fractura política y social sin precedentes en la historia de la democracia. Todo gobernante, cuando se siente en apuros, acostumbra a presentarse como víctima de alguna conspiración, advertir que algunas fuerzas perversas amenazan la unidad y la seguridad del país y presentar a la oposición como un verdadero agente de la subversión. El guión es conocido. Aznar ha optado por este camino escasamente imaginativo: Zapatero es un líder irresponsable, que "ha sembrado las chispas que pueden llevar a la crispación y la confrontación"; Maragall, un perverso agente de una alianza con los nacionalistas periféricos para destruir España; Llamazares, un comunista irredento que llora las víctimas iraquíes y no las de ETA. Y así, sucesivamente, en un discurso del miedo y la crispación.
Cabe sospechar que Aznar cree que le favorece este clima de crispación, que en realidad es lo que venía buscando desde que comprendió que se quedaba solo, absolutamente solo, en su apuesta por la guerra. A estas alturas, despertar los fantasmas de la "España roja y la España rota" es tan absurdo como sintomático de la regresión en la que está metido este Gobierno, dispuesto a fracturar el país antes que a reconocer sus errores y de plantearse recomponer, y no imponer, un consenso.
Los argumentos de este Aznar enrabietado son tan desproporcionados, su distancia con la realidad que percibe la gente es tan grande, que excepto con el núcleo duro de los suyos, sólo pueden servir para aumentar su descrédito. Y, sin embargo, Aznar insiste. Ha sido el presidente quien ha metido a España en una guerra ilegal contra la opinión del 90% de los ciudadanos y quien ha roto el consenso en política internacional laboriosamente trabajado durante los últimos 25 años. Poco importa: la culpa es siempre de los demás. Y, sin embargo, su furibunda reacción es una doble consecuencia de su error como estratega y de su fracaso como líder. Sabe que se ha equivocado y por eso castiga con dureza a la oposición. No soporta que un neófito como Zapatero intuyera mucho antes de que la guerra empezara lo que él no vio: que la ciudadanía no seguiría esta apuesta y que muchos gobernantes preferían no implicarse en una aventura de estricto interés americano. Pero a Aznar, sobre todo, lo que le duele es que la España real le haya dado por completo la espalda, incluso ahora que la victoria de EE UU en la guerra está próxima.
Desde el resentimiento, la acción de gobierno es un arma muy peligrosa. Tras una primera legislatura que acreditó una imagen de eficacia, Aznar se encuentra que, cuando quiere demostrar su condición de estadista, el país no le sigue. Tremenda frustración. Pero España no puede pagar los contratiempos de su presidente.
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