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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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En nombre de Dios, suma y sigue

Josep Ramoneda

HAY RAZONES para pensar que el hombre se inventó a Dios un día que estaba en guerra. Dios se ha convertido en estos tiempos que corren en la gran coartada del terror, tanto de la guerra como del terrorismo. No es nuevo. A lo largo de la historia ha tenido muchas veces este uso. En España, sin ir más lejos, así en la cruzada como en el franquismo. Malos tiempos aquellos en que las religiones sirven para hacer piras humanas.

Y, sin embargo, Dios es el argumento perfecto. A los que disponen de una fuerza abrumadora -como Estados Unidos, en este caso- les es de una gran utilidad para teñir de valores trascendentales lo que es difícil de explicar con razones concretas, esperando que con la apelación a Dios muchos ciudadanos se den por convencidos. La propaganda -hecha en nombre de la divinidad- se convierte en doctrina, y de este modo se consigue, por ejemplo, que un 42% de americanos crean que Sadam Husein es directamente responsable del 11-S y que un 55% crea que apoya directamente a Al Qaeda. En nombre de Dios, las mentiras penetran con mayor suavidad y los intereses son más fáciles de camuflar. A los que combaten en inferioridad -Irak, por ejemplo- les sirve para movilizar la trágica arma de los hombres-bomba, fruto a la vez de la rabia, de la superstición y de la ignorancia. En los dos casos este uso del nombre de Dios en vano conduce al mismo punto: al nihilismo. A la presunción de que todo es posible. Puesto que Dios existe todo está permitido.

Por esta razón me parece débil el razonamiento de Adam Michnik a favor de la guerra de Bush. Comprendo perfectamente que los intelectuales que resistieron al comunismo miren con especial simpatía a Estados Unidos. Por obvias razones históricas, pero también por razones presentes: si miran al Este, donde estaba la Unión Soviética aparece ahora la Rusia de Putin, el de Chechenia. Se comprende su desconfianza. Pero Michnik introduce un argumento, a mi entender, peligroso: la redención de la culpa por la maldad del enemigo. Yo también me niego "a poner el signo de igualdad entre un régimen conservador y antipático pero democrático, y una dictadura, independientemente del color de su bandera". Pero que la legitimidad democrática de Bush sea mayor que la de Sadam Husein, y la de Sharon que la de Hamás no puede servir para justificar cualquier acción de los primeros contra los segundos, porque estaríamos convirtiendo a la democracia en un régimen de impunidad. Como si a un gobernante, por el hecho de ser elegido democráticamente, todo le pudiera estar permitido.

Puesto que hay cosas que la razón democrática no acepta, Bush ha acabado apelando a la religión como fuente de legitimación de su fuerza. Es curioso el doble bucle religioso con que se está desarrollando esta crisis. Occidente ha atribuido el retraso de los países islámicos en entrar en la modernidad a su incapacidad para separar poder civil y poder religioso. Georges Bush se ha montado sobre un neofundamentalismo cristiano para emprender su cruzada contra el mal. Al tiempo que Sadam Husein, un dictador laico que no necesitó a Dios para perpetrar sus crímenes, apela al fundamentalismo islámico para hacer la hoguera más grande. Un pastor protestante americano, cuyo nombre no retuve, dijo recientemente en televisión refiriéndose a Bush: "Elegimos un comandante en jefe, no un evangelista en jefe".

Esta reiterada utilización política de lo religioso, ¿hay que entenderla como el fracaso de la modernidad en su intento de desencantar el mundo? ¿O es un rearme pasajero propio de una crisis de transición? Olivier Roy atribuye la reacción fundamentalista islámica, que ha significado cierto resurgir del wahabismo y ha dado pie al terrorismo islamista, a la crisis de certezas propiciada por la globalización del islam. La desterritorialización de las creencias provoca estas reacciones como respuesta a la angustia de la pérdida de los puntos de referencia tradicionales. Resiguiendo este razonamiento, el retorno de la religión a los asuntos de Occidente, propiciada por la ultraderecha republicana, respondería a la fase paranoica de la globalización que tiene su icono en el 11-S. Para una derecha americana que ha tenido siempre la tentación aislacionista, el mundo exterior a Estados Unidos es un caos. Y en nombre de Dios tienen la obligación de poner orden en el mundo. Pero, esta doble transición, ¿hacia dónde conduce? En Estados Unidos, como en Arabia Saudí, la relación entre cúpula del poder, dinero y coartada fundamentalista funciona a pleno rendimiento. ¿Es éste el horizonte que se nos propone?

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