Irak y los dilemas del patriotismo
Hemos pasado del debate sobre la posibilidad de la guerra a la cruda realidad. Hace unas semanas, el excelente comentarista del Washington Post e investigador del Brookings Institute, E. J. Dionne, afirmaba que los liberales o progresistas de EE UU no tenían que dejarse arrebatar la bandera del patriotismo por los conservadores, que, como siempre, pretendían esgrimirla en exclusiva. Estábamos a las puertas del conflicto armado. El viernes, ya en plena guerra, el mismo Dionne se defendía afirmando que no podía confundirse la posición crítica a la guerra con la traición o el antipatriotismo. El New York Times, por su parte, recordaba en un editorial el día siguiente del inicio de las hostilidades que, al menos formalmente, esta guerra se hacía en nombre de las libertades políticas, y que, por tanto, no podía negarse en casa una libertad de expresión que se buscaba fuera con las armas en la mano. Por evidente que pueda parecer todo ello, lo cierto es que las cosas no parecen ir por este camino. Las encuestas nos dicen que la gente va pasando del optimismo inicial y casi infantil sobre la marcha del conflicto a plantearse más y más preguntas, y el clásico "con el presidente en tiempos de guerra" es ya menos masivo que otras veces (Brookings, www.brook.edu).
Hay muchas "bajas" en el país, como la escuela o la sanidad, pero ahora no toca hablar de ello
En los Estados Unidos pos 11 de septiembre se ha ido asimilando patriotismo a apoyar sin fisuras el liderazgo de la nación cuando ésta se encuentra en peligro. La misma ley que John Ashcroft presentó inmediatamente después de los atentados del 11 de septiembre tenía el significativo título de "U.S. Patriot Act", y todos recordaremos cómo en el aniversario del trágico atentado de septiembre se impuso la lógica de vestir con los colores de la bandera americana como "voluntario" ejemplo de patriotismo. Estos días tenemos nuevas muestras de todo ello. Véase la virulencia con la que algunas cadenas de televisión han acogido las opiniones de los pocos demócratas que se han atrevido a manifestarse críticamente con algún aspecto del conflicto o con la actitud del presidente (como los senadores Byrd o Daschle). El presidente cada día es más "comandante en jefe", y no hay general que no hable de "nuestros chicos y chicas en el frente", tratando de cerrar filas en torno, no a los motivos del conflicto, sino a la seguridad personal de los soldados. Los mismos periodistas y enviados especiales parecen atrapados en la táctica de la "incrustación" que ha preparado el Pentágono. Si en la guerra del Golfo se criticó la opacidad del Ejército, ahora la respuesta ha sido acercar tanto el periodista al soldado que es imposible saber qué ocurre. Se pierde el escenario global, y todo se convierte en un mosaico de escaramuzas aisladas, salpicado de explosiones, tormentas de arena y conversaciones de tú a tú entre el enviado especial y un oficial que no puede o no quiere decir lo que está ocurriendo. La incrustación o "embeddment" propicia el patriotismo. Se comparten penalidades, temores y sufrimientos, y se evita así el distanciamiento crítico. La misma ceremonia de los Oscar transpiraba esa contención patriótica, y a pesar de ello, personajes como Bill O'Reilly, de la cadena Fox, les ha acusado de ser unos pusilánimes.
La ofensiva conservadora trata de arrinconar a los liberales norteamericanos, poniendo de manifiesto sus aparentes debilidades para asumir las exigencias de la política exterior que, según ellos, requiere el nuevo escenario mundial. Como dice en The New Republic uno de los gurús del neoconservadurismo republicano, Charles Krauthammer: "Oyendo a los líderes demócratas argumentando sobre la guerra, no se puede menos que concluir que los liberales son totalmente incoherentes en todo lo referente al poder". Y añade: "El gran problema es su noción del interés nacional". Para los liberales, según Krauthammer, el uso de la fuerza sólo se relaciona con la autodefensa, "pero no aceptan su uso en aras al fortalecimiento de los intereses nacionales..., que sólo puede llevarse a cabo a través de la ampliación de la hegemonía norteamericana en el mundo árabe". Concluye su alegato dicendo que "para los conservadores, la expansión del poder de América y el despliegue de los intereses de América no producen ni vergüenza ni remordimiento". Es ese mismo autor el que el día 26 de marzo decía en The Guardian que el presidente Bush tenía que dar por enterrada definitivamente la "antigualla de la ONU", y que no debería permitir la incorporación de los "países traidores" en el proceso de reconstrucción del nuevo Irak.
Ése es el problema. No parece haber lugar en el nuevo orden internacional que Bush propone para aquellos que piensan que es también patriótico defender que una buena parte del enorme presupuesto militar norteamericano podría emplearse para otras muchas y urgentes cuestiones vinculadas a la nueva gobernación mundial. Hay muchas "bajas" internas en el país, como las escuelas o la sanidad para los ancianos, pero ahora no toca hablar de ello. No parece haber lugar en el nuevo mundo de Bush para aquellos que, por ejemplo, consideran que también es patriótico el atreverse a pedir más control para las grandes corporaciones empresariales, que sólo parecen reconocer la "patria" de los propios intereses de sus ejecutivos.
Y así, alguien como Richard Perle dice sacrificarse dimitiendo "patrióticamente" para evitar que sus negocios se vean mezclados con los intereses nacionales que teóricamente defendía en su privilegiada posición en el Pentágono. Vamos así contraponiendo dos distintos y conflictivos significados de patriotismo: uno que se basaría estrictamente en la lealtad ciega a los que en cada momento representan a la nación (llámense Aznar, Blair o Bush), y otro que apunta a principios morales y políticos de carácter más abstracto y genérico, como la Constitución de cada país, principios que sus dirigentes se han comprometido solemnemente a respetar. Ese dilema es tan antiguo en la historia de la humanidad como lo son la guerra y el poder político. Una relectura de Shakespeare y su Julio Cesar, con los discursos de Brutus y Marco Antonio, nos permite una buena ilustración de todo ello. Dice James Woolsey, director de la CIA con Reagan, que "el mundo sólo será seguro si se democratiza, y hemos de concluir la labor de democratizarlo". Si ésa es la misión, nos faltará patriotismo a todos para soportarlo.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona y actualmente ocupa la cátedra Príncipe de Asturias en Georgetown University.
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