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"Se pasaba el tiempo solo, mirando por la ventana"

J es un niño de 11 años con autismo, aunque hasta que no tuvo cuatro sus padres no comprendieron por qué se comportaba de una forma tan rara. "Hasta los dos años era un niño normal, aunque un poquitín más parado. Pero cuando entró en la guardería vimos que el problema era más serio: no jugaba con los demás niños y se pasaba el tiempo solo mirando por la ventana", cuenta su padre.

Entonces comenzó la peregrinación por la consulta de especialistas y psicólogos en busca de una respuesta clara. Por si fuera poco, cada vez el retraso se hacía más evidente. "Nuestra casa se había convertido en una batalla campal diaria. No había forma de que jugase a algo y era imposible que comiese o se vistiese solo", dice su padre.

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Finalmente, con cuatro años, el psicólogo Ángel Rivière hizo un diagnostico que despejó muchas dudas: "Este niño tiene un enfermedad neurológica de origen que no es autismo, pero su comportamiento es autista. No ha podido seguir el ritmo del mundo que le rodea y se ha encerrado". A partir de ese momento, empezó un nuevo guión en la vida de J. Sus padres le llevaron a un colegio específico, le apuntaron a una piscina para que aprendiese a nadar y contrataron a una especialista en autismo para que le cuidase por las tardes. Y los logros empezaron a aparecer y la actitud de sus padres a cambiar "radicalmente". "Entendíamos, por fin, qué le ocurría a nuestro hijo", señala.

Trabajo conjunto

Padres y profesores unieron esfuerzo y dedicación para trabajar con J. "Por ejemplo, en el colegio nos advertían de que le estaban enseñando a cepillarse los dientes. Y nos decían: 'Hasta que no os lo digamos, que no lo haga en casa', y lo mismo con otras actividades", dice el padre.

Con 11 años J. sigue yendo por las tardes a una piscina especializada en minusvalías psíquicas y ha comenzado a dar clases de piano y a montar a caballo. "Gracias a las clases de caballo su actitud de lo que le gusta y no le gusta ha cambiado muchísimo. Ahora se deja hacer cosas que para él eran pequeñas torturas, como ponerse un casco o las botas de montar", dice su padre.

Lo que más le divierte a J. es sentarse delante del televisor y ver una y otra vez películas de Walt Disney. También se entretiene con instrumentos musicales que hay por su casa, con los juguetes que hacen música y con volcar las piezas de una caja para volverlas a colocarlas de manera un poco obsesiva. La llegada a casa de su hermano adoptivo de dos años volvió a dar un nuevo giro a su vida. "Se dió cuenta de para qué servía el lenguaje y aprendió a expresar sus sentimientos: a llorar y a reír. Porque antes no lloraba. Y, sobre todo, empezó a relacionarse con su hermano y a competir con él para ver quién corre más".

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