A la luz de Lucky Strike
Miércoles, 26 de marzo. Los miércoles, creo que ya se lo he contado, tengo un almuerzo con un grupo de compañeras y compañeros, a pocos metros de La Rambla. A eso de las doce y cuarto cogí el metro en Verdaguer, línea 4, en dirección a Urquinaona. Un trayecto muy breve, que realizo de pie y en el que aprovecho para leerme un par de páginas del libro que siempre llevo en el bolsillo, un libro de bolsillo (en esta ocasión La disparue du Père-Lachaise, un caso del librero y detective Victor Legris en el París de finales del siglo XIX, de Claude Izner, seudónimo tras el que se esconden las hermanas Liliane Korb y Laurence Lefèvre, ambas bouquinistes: una en la rive droite y la otra en la rive gauche del Sena. Un buen libro). Pero ese miércoles no pude leer ni media página. Me lo impidieron una veintena de chavales de entre 14 y 16 años que se pasaron el trayecto (estaban en el metro cuando subí a él y se bajaron conmigo en Urquinaona) gritando como cafres algo así como "Aznar, enano, te metemos un misil por el ano", pitando -todos iban con un pito en la boca- más que Guruceta y molestando al personal, incluida una anciana a la que, al bajarse del vagón, por poco tiran al suelo, suerte que la pobre señora se agarró a mí y luego de darme las gracias, me dijo: "Quina canalla més simpàtica". Y, la verdad, me quedé sin saber si lo decía en serio o en coña.
Al salir a la plaza del obispo, la canalla corría ya por la ronda de Sant Pere en dirección a la plaza de Catalunya. Me fui andando tranquilamente hacia la Catalònia, o la Casa del Llibre, como prefieran, compré la prensa extranjera y, a eso de la una menos cuarto, estaba ya sentado en una mesita del Bracafé de la calle de Casp, frente a un Ballantine's, esperando a que llegase mi compañero Manel Borrell para discutir sobre de qué demonios hablaríamos al día siguiente -cosa que la guerra no permitió- en nuestro espacio de los jueves en Radio Barcelona. Llega Manel, se toma su café, trabajamos y acabamos, como todos los miércoles, a esa hora, y en este lugar, charlando de la guerra, de Aznar, de Rodríguez Zapatero, de los periódicos, de las radios...
A la una y veinte minutos, me despido de Manel y me dirijo hacia La Rambla. Pero antes decido entrar en El Corte Inglés a ver si encuentro un par de cigarros habanos que estén presentables, vamos, fumables. La puerta de la ronda con plaza de Catalunya está cerrada y un empleado me hace señas, desde dentro para que me dirija a la puerta de la ronda, justo al lado donde está el estanco. Entro, compro un par de Romeo y Julieta, robustos, bastante decentes y cruzo la plaza de Catalunya en dirección a La Rambla. Al parecer, hay follón en el Portal de l'Àngel. Los chavales corren hacia las bocas de metro, pero no veo policía por ninguna parte. Al día siguiente, leyendo el periódico, me enteraré de que tampoco la había cuando unos críos robaron un jamón en El Corte Inglés, y dieron buena cuenta de él (no son tontos los chavales: en vez de robar una sopa Campbell, roban un jamón. Jamón de España, que decía aquel, a menos que fuera de Vic).
En La Rambla el ambiente es más tranquilo. Paso revista a los tancredos. El que más me agradaba, aquel marine de la II Guerra Mundial, que se mostraba al comienzo de La Rambla sin mover una pestaña, ha desaparecido. Un poquito más abajo, de espaldas al Boadas, se ha instalado el comandante Che Guevara, el famoso Che, subido a un altarcito en el que puede leerse aquello de que más vale morir de pie que vivir de rodillas. Se le parece una barbaridad, sólo que luce en el pecho una pegatina que dice "No a la guerra" -¿cómo puede estar contra la guerra, no contra esa guerra, un hombre dispuesto a morir con las botas puestas, un guerrillero como el Che?- y el puro que asoma de sus labios está apagado. Además, le tiembla una pierna, y cuando las dos inglesitas le han hecho una foto tras lanzar una moneda en el cestito, el Che se ha inclinado ceremoniosamente y les ha guiñado un ojo. Payaso.
Almuerzo, mal, con los amigos. Seguimos hablando de la guerra, de Aznar, de Rodríguez Zapatero, de los periódicos, de las radios... En Valdés, hago la primitiva y compro un décimo para el sábado. Pillo un taxi y me voy a casa. Me pongo una peli (The Fallen Sparrow, de Richard Wallace, con John Garfield, siento una debilidad por ese actor), leo los periódicos, trabajo un par de horas y me voy a tomar unas copas al Bauma con mi mujer. Acabaremos cenando allí, picando alguna cosa.
Son las diez. Se apagan las luces. La Mundeta, la patrona, ha hecho que desalojen la cocina. Los clientes y el personal, capitaneados por la Mundeta y su marido, el senyor Joan, hemos salido a la calle, provistos de cacerolas, cuchillos, ceniceros, la botella de vino, cucharas y cuanto teníamos a mano, para hacer ruido. Un ruido modesto en comparación con las bocinas de los coches y motos que pasan ante nuestras narices, incluidos unos chicos con unos tambores y un par de perros la mar de simpáticos que no cesan de ladrar. En el interior, vigilando la fortaleza -y los bolsos que han abandonado las mujeres-, se ha quedado Marcelo, mi compañero de la mili, iluminado tan sólo por la luz cegadora de la máquina de las cajetillas de tabaco, por la luz de Lucky Strike -An american original-, que alguien se ha olvidado de apagar. Toda una metáfora. Como le decía Labordeta a la señora ministra: "¿A cuánto va hoy el litro de sangre derramada?". Y esto no ha hecho más que empezar.
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