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Columna
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El poder es débil

En 1904, Curchill se vio abandonado por los conservadores británicos tras un brillante y polémico discurso en la Cámara de los Comunes. No pasó nada; aquí se le llamaría transfuguismo y la burocracia del partido lo hubiera laminado. Se pasó luego al Partido Liberal, desde el cual fue varias veces ministro y premier durante la Segunda Guerra Mundial. Una trayectoria imposible para un político en España, donde la disciplina y fidelidad a la jerarquía del partido es más importante que cualquier otra lealtad; más incluso que la lealtad hacia una política institucional que debiera convertirse con el tiempo en política nacional.

El peso de la política institucional compartida por el Gobierno y la oposición en los países democráticos con arraigo histórico permite un proceso de políticas compartidas, sobre todo la exterior y la de defensa, que se trasladan a los ciudadanos. Lo que le ocurriera a Churchil no es idéntico a lo que le ha ocurrido a Blair la semana pasada, al tener que sacar adelante su propuesta de guerra con Irak con el apoyo de los conservadores y el abandono de la mitad de su grupo laborista. Probablemente Blair acabe dimitiendo dentro de unos meses, pero la política exterior británica en el próximo oriente se ha mantenido.

Es inevitable hacer comparaciones. En España a las instituciones, esas instituciones a las que los griegos llamaban sagradas porque de ellas dependía la convivencia en la polis, se les tiene muy poco respeto. Al presidente del Gobierno se le puede acusar de asesino, gritan "bases fuera" los del partido que firmaron el convenio de 1988 y posteriormente lo ratificaron, el presidente regional de Andalucía pide el cierre de las bases y el de Euskadi (hau da Berango, aupa fandango!) manifiesta que el presidente del Gobierno no representa al pueblo vasco en el tema de Irak y encabeza treinta mil firmas remitidas contra la guerra al secretario general de la ONU. Y hasta el alcalde de una ciudad, San Sebastián, no sólo cuestiona la credibilidad del PP y de Aznar por el tema de la guerra, sino la del Gobierno y sus leyes para acabar con el terrorismo, cuando esas leyes las ha votado su propio partido. No dejamos nada sagrado con tal de acceder al poder. Tierra quemada.

Que no se crea en los políticos -y lo que me duele más, ni en la política- es algo que éstos se han ganado a pulso en España. Lo grave es que los que socavan las instituciones y el orden para la convivencia son ellos mismos. Instituciones por las que son lo que son, de las que viven. Usted, ciudadano de a pie, no podrá ni meterse con Hacienda, que somos todos, pero ellos pueden poner las instituciones fundamentales del Estado al borde de la crisis por un puñado de votos, caiga quien caiga.

Además de sobre la Constitución -y vaya usted a saber con un Maragall que va cual lehendakari pidiendo su reforma- existe entre el Gobierno y el primer partido de la oposición un acuerdo sobre el terrorismo. Pero, siendo importantes estos acuerdos, resulta muy poco. La política exterior debiera estar consensuada, no convertida en campo de batalla: la política exterior próxima y los contenciosos de Ceuta, Melilla y Gibraltar, las líneas maestras de actuación en la UE, los convenios militares y la política de defensa, etc. Mientras no sea así, cualquier oposición esperará a que surja un problema de naturaleza institucional para barrer al Gobierno. Lo hizo el PP frente al Gobierno socialista con el tema del terrorismo y del GAL, responsabilidad que redimió con la sangre de sus concejales, y lo hace el PSOE con el Gobierno ante la invasión de Irak. En temas fundamentales un país no puede ser manejado así hasta llevarlo a la crisis.

El déficit institucional de la democracia española es evidente. Sobra partidismo y faltan instituciones. Con tal de que un político no se meta con la dirección de su partido, puede pedir la reforma de lo más sagrado o contravenir el acuerdo más necesario, o desacreditar una resolución judicial declarándola excesiva o porque la policía, dice, ha torturado. En el Reino Unido -y algo menos en Francia-, gane el partido que gane, se respetará la porción fundamental de la política, porque ésta es nacional. Aquí tienen razón los que van a suceder a Batasuna cuando dicen que "si mantenemos la confianza, venceremos al poder, que es débil".

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