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Columna
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Calder

El escultor estadounidense Alexander Calder (1898-1976) presenta bajo la carpa de titanio del Museo Guggenheim de Bilbao el mayor espectáculo del mundo de las artes. No es una metáfora. Calder se inició como artista a finales de los años veinte con la creación de juguetes y alambres de una obra lúdica, cambiante, que él mismo se cuidaba de presentarla con el título de El Circo. Todo lo que vino después es una feliz concatenación de secuencias asombrosas derivadas de aquellos inicios.

La demostración se palpa en las cerca de 70 esculturas móviles y estáticas, fechadas entre 1930 y 1968. Las obras móviles son un compendio variado de equilibrios físicos. Las obras se mueven y, mientras el movimiento sigue, casi imperceptible y levemente rotatorio, las piezas de esas esculturas van cambiando de forma. En ocasiones esas formas se proyectan en sombras cabrilleantes sobre las paredes o sobre las bases donde se asientan. Las formas, fijadas por alambres colgantes, poseen una variedad muy grande. Las más abundantes recuerdan a plumas, pétalos, cometas, hojas de árbol boquiabierto o a colas de veleta. Otras son concretas, como esferas y conos, y hay algunas que parecen haber surgido como biológicas abstracciones dadaístas.

Las varillas que sirven de engarce para que las formas mayores se muevan se convierten en sutiles grafías, que van a representar un haz de espléndidos dibujos en el espacio. A partir de esas sutilezas, el mundo creativo de Calder apenas se sirvió de colores. Negros y blancos fueron sus favoritos, con el añadido ocasional de los tres primarios y un par de secundarios.

En cuanto a las esculturas estáticas, que atienden al nombre de stabiles, son un contrapunto perfecto para la vida de los móviles y para su propia vida. Se complementan hasta el punto de que, al estar próximos entre sí, esos stabiles parece que pierden pesantez e incluso en algún momento esperamos que vayan a moverse, en virtud de la atmósfera operada sobre nosotros por el influjo de las esculturas móviles.

Un hombre antibélico -por tanto, supuestamente anti Rumsfeld-, ingeniero de sonrisa innumerable como el mar, compañero de pájaros y lunas, forjó unas ideas, las llenó de sensaciones, tomó unos metales recortados y los echó a volar. Su humor, la alegría de vivir permanente y el alma llena de feria que lo habitaban hizo todo lo demás.

Nunca hasta hoy el Museo Guggenheim de Bilbao consiguió tanta armonía entre las obras artísticas mostradas en su ámbito y el espacio interior diseñado por Frank Gehry. Valoremos la sensibilidad de quien ha hecho, con admiración y amor, el montaje de la exposición, excluyendo la tentación de engolfarse en espurios protagonismos. Pasen, niños y mayores, feos y guapos, gordos y flacos, altos y bajos; no dejen de pasar a ver el mayor espectáculo del mundo de las artes

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