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Columna
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No a la Rita

Veinticuatro horas después de que ardieran las Fallas, ardió Bagdad. Tras el espectáculo de las mascletaes, el de los misiles de crucero. Quizá la alcaldesa se refiriera a lo que aún era la posibilidad de ofrendar una nueva gloria al jefe, al declarar que las Fallas de 2003 culminaban de "manera brillante". Pero cuando el circo del PP asomó por el balcón principal del Ayuntamiento, la pitada debió dejarlos tiesos, a pesar de la frescura de esta troup de malabaristas y criaturas de exhibición. Luego, el multitudinario "No a la guerra" en competencia con el Amunt València, dirigido por la alcaldesa, en un duelo coral, que dio en un sonoro "No a la Rita", y en un "Aturem a Zaplana, a Olivas, a Camps", que habrá que colocar en el calendario de las calamidades, por más que se nos vayan quedando desinflados y algo fantasmagóricos.

Lo cierto es que Rita Barberá, mitad anfitriona, mitad coronela, con mando en falla, no pudo ocultar la guerra en la fiesta, ni la protesta en el júbilo. Lo advirtió el cronista: hay pólvora que huele a buñuelo, a ninot y a fuego de artificio; pero también la hay que huele a tripas destrozadas, a sangre inocente y a dentaduras mordiendo la tierra. Y es que la guerra pulveriza las chapuceras consignas, y estremece al personal. Los del PP ya sólo pueden apelar a su habitual cinismo y a una moral perversa, cuando Irak es una hoguera. ¿Cómo si no se explica que Zaplana argumentara que le parecía "normal" escuchar el rechazo a la barbarie?; ¿O cómo que Olivas comentara que estaba pasándoselo muy bien, en vísperas de los inminentes borbardeos?, ¿o qué el invitado Juan José Lucas, presidente del Senado, dijera que las protestas forman "parte de la política"? Quienes se expresaron con esa frivolidad y tan absoluto desprecio, deberían sentirse avergonzados y presentar la renuncia de sus irresponsabilidades institucionales, de sumisión a esos jerarcas de "costumbres franquistas", que desoyen las manifestaciones públicas. Han suspendido estrepitosamente. han demostrado su incapacidad, su incompetencia. Mercaderes, inversores inmobiliarios, seguro; políticos, comprometidos y respetuosos con la soberanía del pueblo y con su condición de representantes interinos del mismo, orejones. A por el petate y a la calle, que no corren riesgo de quedarse a la intemperie, después de tanto y tan descarado cambalache. La insensibilidad ante la matanza y el despojo, los califica. La falta de criterios, la adhesión inquebrantable al jefe, los ha dejado, por fin, en una caricatura grotesca y reveladora. Si se contemplan en el espejo de la mayoría absoluta que les ha llevado al absolutismo, contemplarán su propia turbiedad. Y ese miedo al debate en las Cortes, sobre la ilegalidad y la injusticia de un crimen llamado guerra preventiva, con el cobarde pretexto de que puede producirse crispación. Qué cara.

Y mientras, toda una conciencia cívica y erguida, en la calle, exigiendo el cesa de la guerra, y soportando cargas policiales, por expresarse en libertad. El PP y su gobierno, perdido el crédito, se afana babosamente en echar las culpas a la oposición y a la ciudadanía. Pero no convencen a nadie. Viven una tormentosa soledad: la victoria militar, será su fracaso político; la derrota, la ignominia de su gestión. No tienen ni escapatoria.

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