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Columna
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Patrimonio

En el colegio, el maestro siempre increpaba al alumno díscolo que se sentaba al final de la fila y le ordenaba con un ademán de severidad inapelable bajar los pies de la mesa o dejar de pintar sobre la pared. El argumento al que el maestro recurría era la misma pregunta retórica de siempre: "¿Haces esto en tu casa?". Entonces, yo no entendía muy bien a dónde conducía aquella interrogación. Por supuesto que en mi casa no lo hacía, porque podía ganarme una soberana bofetada de mi madre, ni pisoteaba o pintarrajeaba mis muñecos ni mis balones porque eran eso, míos; no tenían nada que ver con las paredes de aquel edificio desangelado que visitaba un día tras otro o con los pupitres que lo habitaban, propiedad de un ente remoto al que no podía definir. Los maestros nos repetían que el material escolar, como el colegio entero y los tacos de tiza pertenecían a todo el mundo, a todo el que entraba y salía de las aulas, y que en cierto modo también a nosotros nos correspondía un fragmento. La idea tardó bastante en calar en mi cerebro infantil, y no sé si la asimilé del todo hasta que no alcancé el umbral de la madurez: tal vez transformarse en adulto suponga la posibilidad de advertir que no todos los intereses son particulares, sino que también existen intereses públicos que nos comprometen. Eso afirmaba el buen Lorenz Köhlberg, un teórico de la ética del que les hablo a mis alumnos sin que dejen de ensuciar sus mesas con un rotulador.

Patrimonio es el título jurídico que recibe el conjunto de nuestras pertenencias, las que hemos amasado a lo largo de nuestros años de trabajo, las que hemos heredado de la generosidad de nuestros ancestros y podemos legar a quienes vengan detrás de nosotros. Patrimonio son el chalé que compramos en la sierra, las acciones en que en mala hora invertí, el pisito que con el tiempo ha adquirido algunos ceros, el viejo reloj del abuelo que se atrasa cada tres semanas y, por qué no, las ajadas zapatillas que calzaba papá y que desde su muerte también yo uso por un tácito rito de fidelidad. No nos gustaría que estas propiedades fueran destrozadas por vándalos, que las robaran, las sepultaran en un sótano, las precipitaran en la basura. Quizá aún no hemos alcanzado esa mayoría de edad que exigía Kant a la humanidad para que se hiciese cargo de sí misma y por eso no comprendemos del todo que la palabra patrimonio se aplica a bastante más objetos que a los cuatro enseres que nos rodean en casa. A la iglesia de Los Terceros de Sevilla, por ejemplo, de donde un pobre escaso de entendederas secuestró una valiosa estatua de terracota sin comprender que se robaba a sí mismo; a la Plaza de España, por ejemplo, cuyas aguas van siendo ensuciadas noche tras noche por pobres alienados que no entienden que no es bueno compartir la salita de casa con alimañas y cucarachas. El patrimonio se extiende hasta los bosques que nos permiten respirar desde el otro lado del océano, hasta las ballenas que nadan en las enormes piletas que registran los mapas, hasta ciudades que conocemos y otras que no hemos pisado jamás. Hay un pedazo infinitesimal de Venecia que me pertenece como un recuerdo de adolescencia, y sufro cada vez que el Adriático amenaza con masticar sus piedras.

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