Lipchitz, pide mejor lugar
Se ha perdido la ocasión de presentar adecuadamente la obra del escultor lituano, nacionalizado francés en 1924, Jacques Lipchitz (1891-1973), expuesta por estos días, y hasta el uno de junio próximo, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Gran parte de esas obras reclaman por derecho propio el mejor el lugar habitable del museo. Concretamente las fechadas en 1915, La camarera española, Figura sentada, Media figura de pie; Figura de pie (1916); Bañista (1917); Arlequín con clarinete (1919); Arlequín con mandolina (1920), junto a los ocho bajorrelieves fechados entre 1918 y 1921, además de las pequeñas esculturas tituladas Pierrot y Arlequín con mandolina de 1925, y las dos grandes de 1927 y 1928-1929, que llevan por título La alegría de vivir y El grito, respectivamente...
Hablamos de las obras de uno de los primeros escultores que aplicaron los principios del cubismo en obras tridimensionales. Uno de los más significativos escultores de las vanguardias históricas de principios del siglo XX, al lado de los no menos significativos en parecida especificidad estética como Picasso, Boccioni, Raymond Duchamp-Villon, Archipenko, Laurens, Zadkine...
Esas obras deben colocarse en espacios con sobrada amplitud, para poder apreciar en todo su valor el enorme interés plástico que comportan. Si se me permite indicaría que merecen una atención casi sagrada, dicho en términos de arte escultórico...
Y menciono esas obras y no todas aquellas que realizara en fechas que median entre los años treinta y sesenta. Algunas de estas últimas -donde el artista intenta llevar la mitologías hebrea y griega al ámbito de la vida cotidiana- rezuman un exceso de retórica hinchada, en tanto son creaciones regidas por un compulsivo virtuosismo barroco, conducente a la aparatosidad de un pathos ampulosamente dramático...
Excepción de ese recurrente pathos lo encontramos en obras de indudable calidad, tales como El regreso del hijo pródigo (1931), Agar I (1948), Agar en el desierto (1949-57), por poner tres ejemplos muy significativos.
Por las paredes que albergan la muestra se exhiben dibujos de variopintas técnicas, trazados en años que abarcan de 1912 a 1963. Son expresiones bidimensionales de bocetos de lo que más tarde serán sus esculturas. Soy consciente que la profusión de vitrinas donde se recogen la mayoría de las esculturas pequeñas le infiere un torpe abigarramiento a la exposición.
Es verdad. Pero aún es mayor verdad que el montaje de la exposición debería haberse iniciado dando protagonismo supremo al espacio que merecen las obras descritas en el primer párrafo de este escrito. Todo lo demás entraría en la relampagueante condición de lo secundario.
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