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Columna
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El concurso

Nací donde Cristo dio las tres voces, pero tengo la suerte de los campeones desde que mi abuelo ganó la guerra, mi padre la posguerra y mi familia reparte dividendos. Dije también al comité seleccionador de aspirantes al concurso que desde pequeño deseé ser famoso y figurar en la historia de España. Una ambición equivalente sentía mi mujer cuando con tres añitos cantaba La bien pagá en bodas y convenciones turísticas. Esta afinidad nos había unido en matrimonio civil y canónico, y era el doble objetivo de ser más felices y más ricos el que nos impulsaba a disputar el gran premio de la televisión oficial.

Una holgada mayoría de jueces me proclamó candidato, y me sorprendió menos su sentencia que la reacción de mi esposa. La pobre confiaba tanto en mis posibilidades que cuando le llevé la noticia me recibió desnuda. Mas no era provocación erótica, sino entrenamiento táctico. Según las bases de la competición, ella debía comparecer en bolas ante las cámaras e irse tapando las partes con las prendas que yo le procurase por cada respuesta acertada. Si de este modo lograba vestirla, se nos garantizaba una cena en la Casa Blanca con el presidente norteamericano y una participación en el petróleo de Oriente Medio.

Ella no dudó en aceptar estos requisitos porque padece de ansiedad -bien lo pagamos en la farmacia-, y a mí me la suda que la ciudadanía la vea en cueros, ya que soy tolerante con el liberalismo de la Constitución, aunque no la voté. Así que después de firmar varios papeles ante notario y ceder nuestros derechos de imagen a las exclusivas de la carne, ella abandonó nuestra bucólica vivienda de Móstoles junto al Parque de Cataluña por una habitación en el hotel Ritz que estaba conectada con el estudio de la calle de Génova, en el que me encerraron los ejecutivos de la cadena con los restantes competidores.

Para no hacer propaganda a mis adversarios, hablaré de mi actuación. Empezó con polémica, ya que se me obligó a elegir entre la guerra y la paz para solucionar los conflictos. No me signifiqué con claridad porque me oía toda España, pero apoyé ejercer el liderazgo de las urnas sin someterse a la tiranía de la opinión pública. Suponía que no iban a aplaudirme y, en efecto, el silencio subrayó mis palabras. Mas cuando la estilista del programa entregó a mi mujer un collar y unos pendientes, deduje que andábamos por buen camino: ya teníamos los complementos del traje.

Seguidamente se me animó a conquistar las medias. Como sólo las muy perras prescinden de ese detalle de la indumentaria femenina, temí una encerrona propia de actores. Estoy al corriente de la actualidad informativa porque no me pierdo lo que llaman basura, así que cuando el jurado me planteó dónde estaba Irak, sospeché que maquinaba excluirme. ¡Una pregunta de letra pequeña en un instante crucial! Me jugaba cubrir las piernas de mi tortolita y, quizá por asociación de ideas, utilicé el tejano. Quiero decir que imité el tono de Cantinflas, y no puedo repetir lo que contesté porque ni yo lo entendí. Pero mi mujer se puso las medias.

Admito que es expuesto opinar sin fundamento, pero la fortuna sonríe a los audaces, y en este tipo de certámenes los sucesivos triunfos te dan alas. Yo me jaleaba conforme adquiría bragas, sujetador y zapatos para mi señora, y transmitía la sensación de dominar la asignatura, aunque la ignorase. Pero no se trataba de tener razón ni de decir la verdad, sino de no caer eliminado. Maldije al tirano de aquel territorio con la convicción que no empleé en renegar de nuestro caudillo, denuncié su arsenal de tirachinas, y cuando se me exigió un pronunciamiento, le declaré la guerra.

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Con eso, mi primera dama consiguió el sombrerito. Pero aún le faltaba una pieza del traje, y para obtenerla había que superar la última prueba: ante mí desfiló una representación de aquel país -diez o doce desnutridos de todas las edades-, y fue la cuestión más fácil de resolver, pues embalado como estaba y sometido a la vigilancia de mi cónyuge, debía ser coherente con mis principios. La ocasión me recordó al tiro al blanco de las ferias de mi pueblo. Con el mismo talante deportivo, disparé.

No sobrevivió ni uno, para que luego digan que se regalan las medallas. Pero, gracias a esta acción preventiva, tengo un lugar en la historia, no paro de firmar autógrafos, los periodistas me consideran estratega y los diputados convierten mis tonterías en ingeniosidades. Mi mujer va vestida como un cromo, pero le brillan los ojos cuando se le cuadra un uniforme. Y ahora que nos conducen a cenar a la Casa Blanca, no creo que el presidente norteamericano sea más importante que yo.

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