Oda a la poda
Enric N., vecino de Granollers, que desea mantenerse en el anonimato, dirige una pequeña empresa de transportes y, en su tiempo libre, escribe y piensa demasiado. Ahora trabaja en un ensayo sobre la canción Que me quedes tú, de la cantante Shakyra Mebarak Ripoll, colombiana de ancestros libaneses y catalanes. Tras verla actuar en el Palau Sant Jordi a finales de 2002, Enric se convenció de que Que me quedes tú es, además de un tema de amor, un alegato nihilista. Los versos que así lo confirman son: "Que desaparezcan todos los vecinos", "que contaminen toda el agua del planeta" y "que se muera hoy hasta el último poeta". Yo, sin embargo, no le hago mucho caso: Enric estuvo pensando en demandar a la Iglesia católica por publicidad engañosa, así que es mejor ser prudente con sus arrebatos. Cuando visita nuestra ciudad, sin embargo, cometo la imprudencia de acompañarle en sus extravagantes expediciones. Hace unas semanas, por ejemplo, estuvimos probando camas y él llegó a la conclusión de que los colchones más cómodos son los de La Maison de la Literie (Diagonal, 533), aunque sospecho que lo que le gustó fue un anuncio en el que podía leerse: "L'intelligence de vos nuits". Fue entonces cuando Enric me contó que, para poner en evidencia al capitalismo, está pensando en montar una exposición de facturas de restaurantes escandalosamente caros (su última adquisición: la factura de una cena en Les Elysées, en París, para cinco personas).
Pues bien: el otro día Enric va y me llama para que le acompañe a inspeccionar el resultado de la campaña de poda. En efecto, hace unos días terminaron los trabajos de poda en mi barrio y el resultado es un desolador desfile de muñones que esperan la llegada de la floración. Enric me recita los datos que ha leído en la revista Barcelona Verda: nuestro parque arborescente es de 151.000 unidades repartidas en 57.313 plátanos, 14.502 almeces, 7.762 olmos, 6.930 acacias y el resto sin especificar. Salimos y nos cruzamos con un niño disfrazado (último día de la semana de carnaval) que regresa de la guardería acompañado por una canguro. Ni el niño ni la canguro parecen felices. Los árboles tampoco. Sólo las palmeras conservan cierta alegría. Enric observa las que hay delante de mi casa y me dice: "Phoenix canarienses". Llevan años okupadas por una colonia de cotorras que revolucionan el vecindario con sus histéricos chillidos. "Es una de las especies de palmera que mejor resisten el frío", dice. No me parece muy normal estar hablando de árboles, pero seguimos con la inspección. De vez en cuando, se detiene ante determinado tronco y, tras fijarse en su forma, comenta cosas como "tirachinas gigante" o "pulpo petrificado".
En la esquina de la calle de Modolell con Raset pasamos delante de un coche aparcado, con la ventanilla abierta y, en su interior, un tipo durmiendo a pierna suelta con la radio a tope. Suena una música rara. "Es de Edgard Varèse", me dice Enric, que lo sabe casi todo de casi todo. A mí me suena como si alguien estuviera intentando traducir a música un dolor de muelas, pero recuerdo que Varèse (1883-1965) era el ídolo de Frank Zappa (1940-1993) y que, por simpatía con el genial rockero, intenté, sin éxito, aficionarme a su música. "Siempre me ha gustado la música que estalla y se expande en el espacio", dijo Varèse. Aquí el único espacio por el que puede expandirse su críptica música son los árboles podados. Pienso en Frank Zappa y me sorprende que este año ya vayan a cumplirse 10 años de su muerte y tengo que morderme el cerebro para no segregar un pensamiento tópico: cómo pasa el tiempo. Y recuerdo un concierto que dio en el Palacio de los Deportes, donde se limitó a dirigir a un montón de músicos en una única pieza de una hora de duración. Y sus memorias (The real Frank Zappa book), donde cuenta que, de pequeño, ya era fan de Varèse y que, el día en que cumplió 15 años, su madre le preguntó qué regalo queria y él respondió: "Hacer una llamada de larga distancia". Su madre aceptó. Zappa llamó a información para averiguar el número de Vàrese, se lo dieron, marcó y contestó la esposa del músico. "Mi marido está en Bruselas, trabajando en una obra titulada Poème electronique", le dijo. Pero Zappa ya había roto el hielo y, semanas más tarde, consiguió hablar con él. Comentaron la pieza Déserts, que suena como si le hubieran podado todo conato de transparencia melódica. Cuando, tras recorrer las calles contemplando ramas amputadas, llego a casa, escucho a Varèse y sigo sin entender nada, pero me imagino a Zappa hablando por teléfono con Varèse y a Enric, tumbado sobre un colchón inteligente, hablando con Shakyra, en un mundo en el que han muerto todos los poetas y con poemas electrónicos, en lugar de cotorras, chillando desde lo alto de palmeras resistentes al frío.
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