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Tribuna
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El sueño del leñador

El leñador de la historia norteamericana es Abraham Lincoln. Pablo Neruda, en épocas de guerra fría, de militancia suya en el comunismo más ortodoxo, de antiyanquismo desatado, reconocía, sin embargo, en un poema muy conocido, que es necesario que el leñador de la política de los Estados Unidos despierte de cuando en cuando. Lincoln es el heredero político y moral de los llamados Padres Fundadores, los Washington, los Jefferson, los Benjamín Franklin, pero tuvo a la vez una sucesión clara y que se mantiene hasta hoy mismo. Jefes de Estado como Woodrow Wilson, Franklin D. Roosevelt, John F. Kennedy, Bill Clinton, con matices, con diferencias evidentes, con grandezas y debilidades, pertenecen a la estirpe de Lincoln. Son personas que demostraron un respeto real por el sistema democrático, que tuvieron conciencia de los principios filosóficos, en definitiva europeos, occidentales, que debían animar a la sociedad norteamericana, que la animan de hecho en sus aspectos mejores. Por eso gobernaron teniendo en cuenta al resto del mundo, con una sensibilidad para lo internacional. Wilson fue el gran creador de la Sociedad de las Naciones después de la I Guerra Mundial. Roosevelt inspiró y alentó la formación del mecanismo complejo de las Naciones Unidas, a pesar de que no alcanzó a verlo en funciones. El enfoque humanista de la política interna implicaba para todos ellos una visión abierta, ilustrada, de la vida internacional.

Por desgracia, la alternancia entre los periodos ilustrados, de apertura al mundo exterior, y los de aislacionismo es una de las constantes de la historia norteamericana. Es una historia de permanente dualidad, de visiones contradictorias, de avances extraordinarios y de retrocesos flagrantes. En el siglo XIX, el argentino Sarmiento, político y hombre de letras, aplicó el tema de civilización y barbarie a todo el panorama de América del Sur. El problema es que también, salvando algunas distancias, era y sigue siendo válido hasta hoy para América del Norte. Somos creaciones y proyecciones de la conciencia europea, pero nos olvidamos con suma facilidad de estos orígenes. Me parece que los Padres Fundadores tenían una idea más lúcida y en cierto modo más cercana, de mejor memoria, tanto en el Norte como en el Sur.

George W. Bush comenzó su gobierno como un típico representante del aislacionismo extremo, localista, desdeñoso de la vieja cultura europea, que se impone en la Casa Blanca de cuando en cuando. El hecho de que se hablara en estos días en forma peyorativa de "la vieja Europa" no tiene nada de casual. La rápida cancelación del Protocolo de Kioto sobre temas de medio ambiente, en abierto desafío de la opinión de sus aliados principales, fue un gesto inicial que no admitía dudas, que constituía toda una advertencia y un símbolo. Bush nos quería indicar sin la menor ambigüedad que estábamos de regreso en los tiempos supuestamente más auténticos, más conformes con la verdadera tradición norteamericana, de la dureza, de las exhibiciones de fuerza, de lo que antes se llamaba la política del Big Stick, es decir, la del garrote imperial. Cuando se produjo el ataque terrorista a las Torres Gemelas, muchos, recordando que no hay mal que por bien no venga, pensamos que era la oportunidad perfecta para producir un cambio radical de actitud, para provocar una reflexión seria, de fondo, sobre la inserción de los Estados Unidos en el mundo contemporáneo. De hecho, hubo una reacción internacional inmediata, superior a lo previsible, de solidaridad, de comprensión, de alianza contra el terrorismo. La guerra contra los talibanes de Afganistán tuvo escasa oposición y fue un ejemplo de lucha eficaz y con efectos militares controlados. Además, consiguió su objetivo principal, puesto que despojó al terrorismo de Al Qaeda de una base de apoyo en un Estado más o menos organizado. Algunos pensamos que el otro paso debía consistir en una adhesión verdadera, realizada con toda la influencia de Washington, al proceso de paz entre Israel y Palestina. Si las cosas se orientaban en esa forma, podíamos soñar con ingresar, después de haber tocado fondo el 11 de septiembre, en una etapa histórica mucho más constructiva. Se podía pensar de este modo que los años mediocres, decepcionantes, que siguieron al final de la guerra fría sólo habían sido una transición, un breve momento de confusión antes de encontrar el buen rumbo. Ahora tenemos que admitir que todo aquello fue totalmente ilusorio. Todo indica que ahora predomina, en lugar de la vieja Europa, el bastante viejo aislacionismo norteamericano y la no menos vieja política del garrote. El leñador, para usar la metáfora de Pablo Neruda, está profundamente dormido.

Por otro lado, me sorprende y hasta me provoca una sonrisa observar que políticos europeos de izquierda o de centroizquierda hablen con toda tranquilidad de "romper con Bush". A primera vista, romper con Washington es más fácil ahora que cuando las divisiones rusas estaban a las puertas de Europa occidental, pero esta facilidad también es una ilusión. América Latina, por ejemplo, después de largas décadas de antiyanquismo, de nacionalización de sus recursos naturales, con todas las consecuencias que esto suponía, depende más que nunca de la economía norteamericana. Ya no es una cuestión de imperialismo en el sentido clásico de esta expresión. Lula, después de dirigir una campaña electoral populista y donde no faltó el lenguaje de la izquierda de los años sesenta, partió, apenas elegido, de visita oficial a Washington y consiguió entenderse bien, con "buena química", como se dijo, con George Bush. El cliente principal de Chile, país exportador por definición, es, nos guste o no nos guste, Estados Unidos. Romper con la Casa Blanca, como se ha escuchado decir por estos lados, es como romper con la cordillera de los Andes o con el océano Atlántico. Estamos obligados a convivir y tenemos para eso que alcanzar, por medio de la diplomacia, de la persuasión, de la máxima paciencia y de la menor demagogia posible, formas de convivencia aceptables. Para eso es imperativo entender el sistema político norteamericano y tener siempre en cuenta que los poderes nunca están concentrados en un solo punto. El problema de los periodos de aislamiento y de simplismo, como el de ahora, consiste en que los halcones empiezan a aparecer por todas partes.

Es evidente, claro está, que Europa tiene una posibilidad de autonomía mucho mayor que la de cualquier región del Tercer Mundo frente al imperio único. Ya lo pensaba el general De Gaulle en los tiempos más duros de la guerra fría. Los argumentos del gaullismo, ahora, después de treinta años de progreso europeo en todos los terrenos y de la liberación de los países de Europa del Este, parecen ser mucho más sólidos. En apariencia por lo menos. Porque las aspiraciones del antiguo gaullismo a la independencia completa, a la autonomía política y económica, son ideales del pasado. La globalización, para bien y para mal, supone un complicado tejido de dependencias. A esto seagrega otro factor: si Europa actúa dividida frente a los Estados Unidos, como ha ocurrido en estos días, su posibilidad de una relativa independencia disminuye en forma dramática. En este punto esencial, Charles de Gaulle tenía razón, y ya no sé si Chirac, su heredero, un De Gaulle bastante más pequeño, todavía la tiene. Cuando Bush actúa con notorio menosprecio del sistema de las Naciones Unidas, creación de administraciones norteamericanas más lúcidas, los europeos se olvidan de la unidad tan fervorosamente buscada por las grandes cabezas políticas de la Europa de la posguerra. Son amnesias convergentes. Se diría que los leñadores al estilo de Lincoln también duermen por estos lados.Si el Gobierno de Bush entendiera este gran tema contemporáneo de la interdependencia inevitable, del tejido de relaciones de todo orden que implica el fenómeno de la globalización, miraría esto de la guerra con Irak de una manera más prudente. Hoy existe un islam integrista, fanático, y un islam moderado, dispuesto a colaborar con Occidente y a modernizarse. Sadam Husein está muy lejos de ser un modelo para los sectores progresistas del mundo árabe. He tenido amigos egipcios, marroquíes, tunecinos, iraníes, que siguen estos asuntos con perfecta lucidez y con mucho más conocimiento, desde luego, que nosotros. Yo me imagino que cada bomba norteamericana que caiga sobre Irak será una semilla de integrismo y de terrorismo, una derrota paulatina del islam moderado, moderno. Los Estados Unidos, y sobre todo en épocas de repliegue como la de ahora, tienen tendencia a fenómenos muy semejantes al fundamentalismo religioso. Las diferentes sectas protestantes del norte de Europa, cuando pasaron a América del Norte, adquirieron rasgos extremos. Los predicadores intolerantes, enloquecidos, que echan espumarajos por la boca, Biblia en mano, y que ven al demonio, a la encarnación del mal, por todos lados, son tema constante, reincidente, de la literatura norteamericana, desde la obra de Nathaniel Hawthorne hasta la de Sinclair Lewis, William Faulkner o Arthur Miller. Ahora, George W. Bush y los halcones que lo rodean nos declaran que el mal se ha encarnado en Sadam Husein y nos proponen una cruzada para destruirlo por la vía más rápida. Es un tema de cultura o, mejor dicho, de deformación de una cultura que tiene fuertes raíces religiosas. Europa y América Latina deberían ser capaces de señalarle esto en forma persuasiva, convincente, a su gran aliado tradicional. Desde luego, Husein es un dictador siniestro, que ha asesinado a opositores suyos con su propia mano, que ha practicado el genocidio con las minorías de su país y no ha vacilado en usar armas químicas. La población de Irak sería la primera beneficiada con su desaparición del mapa político. Pero esto hay que hacerlo bien, dentro de la legalidad internacional, lo cual supone unidad, y tratando de evitar a toda costa una guerra que podría prolongarse y tener toda clase de consecuencias imprevistas. No es fácil, pero en esta época nada es fácil. Y los efectos reales, de largo alcance, de las conductas políticas o militares improvisadas, inmaduras, no aceptadas de lleno por la comunidad internacional, pueden llegar a ser terribles.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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