Elecciones y sondeos
Elecciones y sondeos son los modos de registrar la opinión popular que fundan hoy la posición y la actuación de los gobernantes. Pero son dos modos sujetos a controles de calidad muy diferentes. Cuando se trata de elecciones, España -al igual que otras democracias estables- ha construido un sistema de control que goza de autoridad y credibilidad. Para los sondeos, en cambio, no existe nada parecido. La manipulación de algunas encuestas en los aledaños del Gobierno de CiU o las polémicas recurrentes sobre los sondeos del CIS reabren el debate.
El asunto es de importancia central en las democracias actuales. Los sondeos compiten con los votos. Los compromisos que los gobernantes -o la oposición- contraen en el momento electoral pueden esfumarse cuando las encuestas registran cambios de opinión entre los ciudadanos. De ahí que se hable hoy del gobierno de los sondeos -o sondeocracia- para caracterizar lo que ocurre en muchas democracias occidentales.
En la sondeocracia aparecen nuevos perfiles profesionales. Son los auscultadores de la opinión y los spin-doctors, que tienden a actuar en coordinación estrecha cuando no coinciden en las mismas personas. Preparar sondeos, interpretar sus resultados y filtrar rumores o globos sonda que puedan, a su vez, influir en las respuestas de los sondeos: éste es el círculo poco virtuoso que ponen en marcha muchos dirigentes políticos. Tanto desde el Gobierno -con más recursos- como desde la oposición. ¿Cómo contrarrestar este proceso poco transparente?
Lo sucedido en la historia de las elecciones democráticas puede ser aleccionador. Elegir gobernantes es también un proceso complejo, costoso y vulnerable. Es vulnerable porque es relativamente sencillo deformar la opinión de los votantes. Mediante normas electorales que privilegian el voto de unos ciudadanos respecto al de otros. Mediante presiones ejercidas sobre la voluntad de los electores. Con la amenaza de represalias de cualquier tipo, incluida la violencia física. Con el arma de la corrupción y la compra de sufragios. Y también a través de la directa manipulación de los datos: censos trucados, voto de electores fallecidos, relleno de urnas, falsificación de las actas electorales.
La manipulación forma parte de la historia de las elecciones. Aquí y en todas partes. Durante la Restauración y durante la Segunda República, el pucherazo o la tupinada fueron en muchos lugares la regla y no la excepción. No es extraño, pues, que los observadores tuvieran dudas serias sobre la capacidad de organizar elecciones limpias y realmente competitivas cuando en 1977 las urnas recuperaron el protagonismo que la dictadura de Franco les había arrebatado.
Pese a ello, las consultas electorales se han desarrollado con una más que aceptable limpieza, sin otras deformaciones que las derivadas de la desigualdad de medios. O de algunas manipulaciones aisladas -censos de Formentera o voto por correspondencia en Castilla y León- que no empañan la situación general.
A ello ha contribuido la madurez ciudadana. Pero también los mecanismos de control que regulan el procedimiento electoral. Las juntas electorales -una instancia mixta integrada por magistrados de carrera y expertos propuestos por los partidos- han controlado el proceso y han asegurado la credibilidad de los resultados.
Se ha llegado a ello a través de un recorrido histórico. ¿Vale el ejemplo de las elecciones para el control de los sondeos? Hasta hoy se ha afirmado que bastaba la autorregulación de las empresas. O que un organismo público -por ejemplo, el CIS- garantizaba al menos la credibilidad de las encuestas que se realizan bajo su control. Pero la experiencia muestra que no ha bastado para ganarse una aceptación similar a la obtenida por los resultados electorales proclamados por las juntas correspondientes.
Tres apuntes, pues, sobre la situación. Es conveniente que existan series continuadas de datos sobre la evolución de la opinión pública en materia social y política. No hay que descalificar la encuesta o el sondeo por el hecho de que los haya de baja calidad o de fiabilidad dudosa. Como no se descalifican de raíz las series de datos económicos, muchas de ellas basadas también en encuestas y sondeos. Para ello, es aconsejable que entidades científicas autónomas -departamentos o institutos universitarios- por sí solas o en colaboración con las administraciones aseguren la realización de encuestas y la continuidad en el acopio de datos de opinión.
En segundo lugar, es necesario garantizar la veracidad de los datos derivados de las encuestas. El derecho ciudadano a una información veraz y no manipulada se extiende también a estos datos. Para que este derecho sea efectivo, una autoridad independiente -al estilo de las existentes en otros campos de la actividad económica, social o comunicativa- debería acreditar qué encuestas reúnen los requisitos adecuados para merecer fiabilidad y, eventualmente, autorizar o desechar su difusión.
Finalmente, es imprescindible controlar los recursos públicos -de los gobiernos de todas las administraciones- que se aplican a la producción de encuestas. Y los resultados de esta actividad pública tienen que ser siempre accesibles a los ciudadanos, con detalle del proceso, coste y resultado. No es admisible en rigor democrático que estas investigaciones queden en manos de quien administra los recursos de todos y sean inaccesibles a cualquier otro ciudadano que las solicite.
¿Propuestas excesivamente angélicas para la realpolitik de los fautores de la sondeocracia? También lo dijeron los manipuladores electorales -los "grandes electores", como se les motejaba entonces- de todos los partidos de la Restauración y de la Segunda República que se enfrentaban a quienes luchaban por sanear el proceso electoral. Una batalla que se ganó gracias al mayor nivel educativo de la ciudadanía y a una más firme conciencia de sus derechos. Esperemos que con estas mismas armas se gane esta nueva batalla de la regeneración democrática.
Josep M. Vallès es miembro de Ciutadans pel Canvi y catedrático de ciencia política (UAB).
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