El escritor que no volvió a casa
XAVIER VELASCO es el más solitario de los escritores públicos del México de las transiciones. Cronista por vocación callejera y narrador por filiación nocturna, pertenece a la estirpe de los cronistas latinoamericanos de la comedia humana de la marginalidad. Carlos Monsiváis fue el fundador de este género fecundo, que recorre con ironía y empatía los espacios de la cultura popular como si trazara el mapa de la subjetividad urbana. Velasco es uno de los personajes de Monsiváis que deja la pista de baile para contar su versión de medianoche.
Sus crónicas reunidas en Luna llena en las rocas (Cal y Arena, México, 2000) son relatos a flor de piel. Entre cantinas, prostíbulos, discotecas, clubes gay y antros de mala muerte, Xavier Velasco deja la pluma y empuña las armas. La excesiva frecuentación del rock, sin embargo, le permite fluir de testigo a personaje, y entre la crónica que recuenta y la biografía que cuenta, su escritura se transforma en remedio contra la melancolía y la resaca. En una de esas crónicas, La agonía del chic y el retorno del naco vengador, la parodia social adquiere agudeza crítica: una discoteca elegante somete a sus clientes al examen "antinaco" (una prueba de pureza de sangre social); sólo que los clientes más nacos terminan ocupando ese espacio ritual del ascenso. Las tintas gruesas del espectáculo se arman, así, en la pirámide de clases, esa disputa por los espacios simbólicos y su valor agonista.
A propósito de Xavier Velasco, ganador en 2003 del Premio Alfaguara de Novela con Diablo guardián
Velasco no es ajeno a esos rituales del abecé mexicano, novelados con brío por Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco. Pertenecía a una familia de clase media, pero a los 16 años, según ha contado, su padre se enfrentó a un hombre poderoso y terminó en la cárcel. "La primera vez que fui a Lecumberri no aguanté las ganas de llorar; la segunda ya andaba curioseando por todos lados; la quinta o sexta vez ya era amigo de varios de los presos... y conocía a todos los policías". Como verdadero escritor, era ya capaz de convertir la prisión en conversación. Ese fuego doble enciende su prosa: la cólera íntima (que se anunciaba en Juan Rulfo) y el ágape de compartir (que celebraba Jaime Sabines en su poesía). Con desenfado, sin miedo a la truculencia, estas crónicas dan también voz al desengaño de la modernidad prometida, cuyos edificios discursivos son reemplazados por la orquesta de barrio. Lejos del modelo anacrónico del escritor encarnizado en su verdad superior, éste narrador casual opta por la certeza emocional y la risa conjurada. Después de todo, las fiestas no tienen la obligación de ser catárticas, mucho menos la de un antro donde, nos dice Velasco, "nadie parece haber venido a ostentar lo que le sobra, ni a lamentar lo que le falta. Quien atraviesa la entrada del Sarao en sábado, lo hace con un desparpajo que bien podría confundirse con orgullo: sí, estoy solo, ¿y?".
Cuando estaba por terminar Diablo guardián, Xavier Velasco se detuvo y escribió una crónica personal sobre la larga búsqueda, empezada en 1987, de una novela que, finalmente, sería la versión pública de su saga solitaria. Todos los escritores han contado, de un modo u otro, la peculiar emoción de terminar un libro que cuesta acabar. Xavier Velasco, en un gesto revelador de su gusto por los ritos de pasaje emotivo, prefiere volver al comienzo. Escribe: "Cuando uno decide no llegar a su casa y perderse entre las calles, lo que hace no es buscar una historia sino alguna resistencia a un guión insulso. Y esa noche podía ser la una pero yo no quería volver a mi casa. No me daba la gana, prefería ir a dar vueltas. A las calles, a la ciudad entera, pero más que otra cosa vueltas a La Novela: ese monstruo mayor en etapa embrionaria cuyo mayor placer consiste en esquivar a quien lo engendra... Hasta que de la nada bajó el ángel. Así le puse: Ángel".
Es una mujer que le ofrece una manzana y le habla en un inglés de espía ruso en una película de James Bond.
A la arbitraria libertad de esa historia amorosa, a la fuerza terrible del Ángel más terrestre, se entrega el narrador. Y de esa ruta incierta vuelve con la manzana de Eva convertida en una novela premiada.
Aunque con más tiempo vivido en la calle, como cualquier solitario respetable, este escritor vuelto público en la soledad de escribir revela, en esa crónica del origen, su estirpe cervantina. Novelista, nos dice, es aquel que se resiste a volver a La Mancha.
Salir de casa, recorrer los polvorientos caminos de la melancólica España del atroz siglo XVII; o, en la otra orilla, los antros nocturnos del zozobrante México del aún más imperial siglo XXI, son empresas paralelas y periódicas de rehacer los mapas del español que habitamos.
Julio Ortega (Perú, 1942) es autor de libros como Rubén Darío (Omega) y Habanera (Bitzoc).
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