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Columna
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Los muertos hablan

Entonces la tierra empezaba a agrietarse y salía una mano de la tumba, una mano crispada que era el anuncio de un estrangulamiento. Así es como acababan casi todas las películas de zombies de los años dorados del cine de serie B, con esa imagen que venía a decirnos a los espectadores: esto aún no ha acabado, pueden estar seguros, manténganse alerta y no se fíen. Malditas escenas finales que nos hacían irnos a nuestra casa y volver a nuestras vidas con el terror dentro, como si fuese el relleno de un pavo.

Tantos años después, me he hecho un apasionado de la resurrección de las cosas; no de la gente, que eso aún no he llegado a creerlo, pero sí de las cosas que esa gente hizo y que, por alguna razón, unas veces por propia voluntad y otras a causa del simple olvido, la calumnia y el rencor de los otros, la fatalidad o la desidia, se quedaron entre lo invisible, tras la línea de sombra, como diría Joseph Conrad. Hace poco, compré en La Habana un libro extraño de Juan Ramón Jiménez llamado Voces de mi copla, hay que ver, con lo exquisito que era para los títulos, en general, el autor de Diario de un poeta recién casado o Animal de fondo, un tomo de poemas que hablan, sobre todo, de mirar y extrañarse de lo que se ve: "Nube blanca, / ala rota (¿de quién?) / que no pudo llegar (¿adónde?)". Otras veces he comprado cosas también sepultadas por el tiempo: compré en el Rastro de Madrid una plaquette juvenil del poeta Jaime Gil de Biedma que se llamaba Versos a Carlos Barral y cuyo descubrimiento horrorizó al propio Gil de Biedma, cuando se la enseñé en Barcelona, y ayer mismo he recibido en casa un disco, grabado en Buenos Aires en los años cincuenta, en el que la escritora María Teresa León, esposa de Rafael Alberti, lee Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. Nadie sabía que existiese ese disco, ni siquiera Aitana Alberti, la hija de María Teresa y Rafael, y por eso me emocionará mucho hacerle una copia, devolverle, junto a la voz de su madre, un fragmento de su pasado que ella no conocía. Callar es destruir el nombre con el silencio, dice en uno de su poemas Salvador Espriu, y se podría añadir que, por oposición, desenterrar lo desaparecido o esclarecer y nombrar lo que se ignora es devolverlo a la vida, volver a formarlo como quien pega las piezas rotas de un jarrón.

A la mayoría de la gente creo que nos parecen bien los planes de los candidatos a la Comunidad y la alcaldía de Madrid para enterrar la mayor parte de carreteras posibles en la ciudad y devolverles a las personas lo que le habían entregado a los automovilistas, que en la mayor parte de los casos sólo son personas en cierto sentido mientras van dentro de sus coches, especialmente en ciudades de tráfico histérico como la capital de España, lo mismo que un centauro o una sirena son sólo hombres y mujeres al cincuenta por ciento. Los planes, por ejemplo, de Ruiz-Gallardón para soterrar varios kilómetros de la M-30 y convertir la ribera del Manzanares en zona peatonal suena muy interesante, y hace imaginar que Madrid sería un lugar mucho más hermoso si hiciese de su río uno de los ejes de la vida ciudadana: pasear junto a un río nos vuelve mejores personas.

El lado malo de ese tipo de iniciativas es que, en el fondo, no dejan de ser una confesión: no voy a arreglar el problema del tráfico en Madrid, sólo a esconderlo. Ya saben, ojos que no ven, corazón que no siente, pero esa frase habla del corazón en términos sentimentales, no en términos médicos, y les aseguro que, en lo que a la cardiología se refiere, el corazón de los madrileños, como sus pulmones, va a seguir siendo igual de agredido si los coches van por la superficie que si van por el subsuelo; el de los que llevan el volante, porque su desesperación de pilotos atascados será la misma sólo que llevada a otra parte, y el de los peatones, porque seguirán respirando gases asesinos, de una u otra manera.

Muchos seguimos pensando que hay que hacer peatonales muchas zona de la ciudad y, en lugar de recurrir a los túneles, fomentar el transporte público, que no requiere obras faraónicas ni miles de millones de inversión. El problema es que a hacer eso los candidatos le tienen miedo. Ocultemos el problema, que ya volveremos a encontrárnoslo, como dice el a veces grandilocuente Juan Ramón en su libro: "¡Venid, siglos venideros, / tened! Y ahora huid, volad, / que ya os volveré a coger / antes de vuestro final!". Los muertos no hablan, pero sus obras, sí.

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