El diluvio de Aznar
Aún sin conseguirlo finalmente, la votación secreta de las dos proposiciones no de ley sobre el conflicto de Irak presentadas ayer en el Congreso - firmada la primera por la totalidad de los grupos de la oposición y la segunda por el PP- se proponía romper la rigidez de la disciplina partidista. Sebastian Haffner -tan admirado por el vicepresidente Rajoy-señaló en su biografía sobre Churchill (Destino, 2002) que la patria de los políticos es el partido: abstracción hecha del caso del premier británico, la traición a unas siglas o el abandono de su defensa en momentos de apuros suele ser considerada como una deserción ante el enemigo. En situaciones extremas, sin embargo, la renuncia al patriotismo de partido en nombre de causas menos particularistas es comprendida por la opinión pública: sirvan de ejemplo los diputados laboristas que rechazaron hace una semana la política de Blair en Irak o los islamistas moderados que impidieron el pasado sábado con sus votos alcanzar el quórum parlamentario necesario para autorizar el despliegue en Turquía de 62.000 soldados estadounidenses.
Los comicios con circunscripción uninominal a una sola vuelta otorgan a los diputados laboristas una autonomía personal de la que carecen los congresistas del PP elegidos dentro de las listas bloquedas y cerradas presentadas por la dirección de su partido. La experiencia española de estos cinco lustros enseña que los parlamentarios rebeldes son depurados de las candidaturas para las elecciones siguientes por sus jefes y carecen en la práctica de cualquier posibilidad de regresar a las Cortes por sus propios medios. Pero la ingeniería electoral sola no explica la disciplina semicuartelaria de los partidos españoles que ocupan el poder o que aspiran a conquistarlo: el resignado acatamiento de los militantes a las órdenes dictadas desde la cúpula de esas jerarquizadas organizaciones y su atemorizado culto al líder máximo son un síntoma de que los valores pluralistas no han penetrado del todo en las maquinarias que hacen funcionar el sistema de libertades. Los partidos de los regímenes democráticos restaurados tras un largo período autoritario -como España- son más propensos todavía a interiorizar el principio de que los políticos díscolos no salen en la foto, ese dicho abyecto inventado en México por Fidel Velázquez y repetido en nuestro país por Alfonso Guerra. La rebelión del sábado en el Parlamento turco se explica, en cambio, por motivos diferentes a los que causaron la división de los laboristas en la Cámara de los Comunes; la frontera con Irak y el problema kurdo confieren a la amenaza de guerra en la zona una lógica dramática propia.
En cualquier caso, el Gobierno utilizó ayer las tranquilizadoras excusas del casuismo jesuítico para justificar su tesis de que las votaciones secretas de las proposiciones no de ley sometidas al pleno del Congreso no planteaban ningún conflicto moral a los diputados del PP de sentimientos pacifistas. Como suele ocurrir con los homenajes que el vicio rinde a la virtud cuando conviene a sus propósitos, Aznar presenta fraudulentamente su incondicional respaldo a la belicista estrategia de la Administración Bush frente a Irak como el único camino posible para conseguir la paz. Ciertamente, la cómica tesis según la cual no sería el PP sino el PSOE quien desea la guerra difícilmente puede convencer a los millones de ciudadanos que se manifestaron en las calles españolas hace menos de tres semanas; ocurre, sin embargo, que el propósito de esa exhibición orwelliana de doble lenguaje orientada a conseguir una mágica transmutación de los halcones en palomas no es sino ofrecer a los afiliados populares de buena fe o de laxa conciencia una coartada ético-política que les permita seguir mirándose al espejo cada mañana sin sentir sonrojo.
Pero los estrategas del PP no necesitan acallar escrúpulos morales sino calmar ansiedades políticas: refugiados en el Arca de Noé de un simulado pacifismo en espera de que se abran belicosamente los cielos de Irak, el vicepresidente Rajoy y sus pares saben que el coste electoral del diluvio desencadenado por la guerra sobre las urnas no tendrá que pagarlo Aznar sino los candidatos a los comicios municipales y autonómicos, primero, y el tapado a sucederle como candidato a la presidencia del Gobierno, después.
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